En esta semana y la siguiente voy a dar un giro a las
publicaciones en este blog incluyendo un relato de ficción que escribí hace
tiempo. Siempre hay que explicitar que cualquier parecido con la realidad es
una mera coincidencia, aunque está basado en un hecho real ocurrido en el
pasado. Un poco de ficción viene bien de vez en cuando para descansar y
relajarse.
Como la mayoría de los días laborables desde hacía años,
aquel miércoles de febrero de 1984 Víctor canceló el despertador antes de que
sonara a las cinco y media de la mañana. Un rápido y silencioso paso por el
baño para no desvelar a su mujer y encontrarse dormitando en el autobús
interurbano camino de su trabajo en la capital. Tras cincuenta minutos de
trayecto, cruzaba la calle para tomar otro autobús. Aunque su hora de entrada
eran las ocho de la mañana, madrugaba para mantener una tertulia con sus
compañeros en el Bar Acaldo, en las inmediaciones de su trabajo. Al calor de un
café caliente con churros, hablaban de lo divino y de lo humano con la única
prohibición expresa de tratar asuntos de trabajo.
No eran todavía las siete y media cuando Víctor estaba
bajando del autobús frente al bar. Cuando entró, ya tenía preparado un café a
su gusto, pero reparó en un objeto que estaba en la repisa bajo la barra y que
sin duda alguien había dejado olvidado. Lo cogió con disimulo y se lo guardó en
el bolsillo. Era un pequeño monedero de cuero negro que tenía algo en su
interior, pero no debían ser monedas pues pesaba muy poco y no se advertían al
tacto a través del cuero. Era extraño que el camarero no le hubiera visto o
quizá se lo hubiera dejado olvidado algún cliente más madrugador.
Llegaron sus compañeros, comenzó la tertulia y se marcharon
al trabajo. Víctor seguía pensando en que tenía que haberle dado el monedero al
camarero por si alguien preguntaba por él. Una vez ya en la tranquilidad de su
mesa de trabajo, se dispuso a ver el contenido. Un carnet, cuatro billetes de
cinco mil pesetas y una llave extraña, plateada, como la de un armario
cualquiera, pero con un punzón en su parte superior. Nunca había visto una
igual. El carnet era de NEKRO, una empresa de distribución alimentaria para
mayoristas muy conocida y en él solo figuraba un nombre, Mencía León Lázaro, y
un número que bien pudiera corresponder al de un documento nacional de
identidad.
Víctor ejercía desde hacía años como programador informático
en el centro de cálculo de un gran banco español. La vorágine del día con sus
reuniones y sus múltiples incidencias le llevó al autobús de vuelta a casa casi
sin darse cuenta. Fue entonces cuando el asunto del monedero empezó a rondarle
la cabeza. Sería (casi) imposible devolvérselo directamente a su dueña, con lo
que lo más seguro era dejarlo al día siguiente en el bar, pero la cantidad de
dinero era importante, lo que podría tentar al camarero. Y además estaba el
asunto de esa llave tan extraña…
Al día siguiente estaba casi decidido a dejar el monedero al
camarero por si alguien preguntaba por él. Era como perderlo para siempre
porque tanto si alguien se interesaba como si no, le perdería de vista. En el
último momento, mientras tomaba café con sus compañeros se le ocurrió la idea:
dijo al camarero que había encontrado «algo» en el suelo del bar el día
anterior y que si alguien preguntaba lo tenía él. Para evitar oportunistas y al
propio camarero, no mencionó de que se trataba.
De vuelta al trabajo, el reconcome de intentar localizar a
Mencía León Lázaro seguía rondando la cabeza de Víctor. Consultó la base de
datos de clientes del banco, pero no halló ninguna persona con ese nombre o
esos apellidos, ni tampoco ese carnet de identidad. Víctor asistía de forma
bimestral a unas reuniones entre empresas en las que intercambiaba información
acerca de su trabajo, siendo además el secretario encargado de su convocatoria
y la redacción de las actas, lo que le había llevado a trabar una cierta
amistad profesional con muchos de los asistentes a las reuniones: informáticos
de grandes empresas de la banca, la industria, la distribución comercial o el
Estado participaban en ellas, pero NEKRO no figuraba en la lista. De pronto,
una idea peregrina le vino a la cabeza: llamaría por teléfono a Juan Carlos, el
representante de Hacienda en las reuniones y le pediría ayuda para localizar a
su misteriosa Mencía. Dicho y hecho, planteó a Juan Carlos el verse por la
tarde a la salida del trabajo, para comentarle un asunto que no podía ser
tratado por teléfono y que serían dos minutos. Intrigado, Juan Carlos le citó a
las siete de la tarde en un bar cercano a su domicilio.
Víctor llamó a su mujer para decirle que regresaría tarde a
casa por un asunto profesional. A la salida del trabajo, tomó el Metro para
acudir con tiempo al encuentro acordado. Llegó veinte minutos antes, pero
cuando entró en el bar, Juan Carlos le estaba esperando sentado en una mesa al
fondo del local. Con el ruido ambiental de las partidas de mus y dominó, Víctor
le aseguró a Juan Carlos que no se trataba de nada turbio, que le garantizaría
por supuesto el anonimato en toda circunstancia y le pidió ayuda para localizar
a Mencía si existía en las bases de datos de Hacienda y coincidía con el número
del carnet. Solo necesitaba una dirección o un teléfono para ponerse en
contacto con ella. Charlaron un poco de otros asuntos mientras apuraban las
cervezas y se despidieron con un apretón de manos.
Al llegar a casa ese jueves, mientras cenaban, Víctor contó
a su mujer toda la historia y cómo estaba intentando localizar a la propietaria
del monedero para devolvérselo. Mostró la extraña llave a su mujer, pero
tampoco había visto nunca. Con su máquina fotográfica, donde tenía a medias el
carrete de 36 con algunas fotos de la última excursión, tomó una foto de la
llave, pero a saber cuándo acabarían el carrete y podrían llevarlo al
laboratorio para su revelado.
Al día siguiente, viernes, a primera hora, Víctor recibió
una llamada de Juan Carlos. Como habían convenido, la comunicación fue escueta.
Mientras hablaban de asuntos profesionales de cara a la siguiente reunión, Juan
Carlos hizo una pausa y dijo: Orbajosa, Segovia, calle Mayor, 10, no hay
teléfono. Siguieron hablando y Víctor agradeció efusivamente al final a Juan
Carlos todo lo comunicado, muy importante para su trabajo.
Presa de gran excitación, Víctor se dirigió al departamento
de administración para consultar la guía telefónica de la provincia de Segovia.
Se trataba sin duda de un pueblo muy pequeño, pues en Orbajosa apenas figuraban
cinco teléfonos, ninguno del ayuntamiento o sitio oficial y todos de
particulares, de los que ninguno tenía por apellidos León o Lázaro. Cabía la
posibilidad de llamar a alguno al azar, pero mientras esta idea rondaba su
cabeza se le ocurrió otra más directa.
Durante la cena del viernes, comentó con su mujer las
pesquisas realizadas. El sábado era día laborable para ambos, por lo que
propuso hacer una excursión tranquila el domingo a Orbajosa a visitar en
persona la casa de Mencía o tratar de hablar con algún vecino o pariente que
pudiera conocerla. Orbajosa distaba sesenta y cinco kilómetros en coche y
podrían aprovechar para hacer algo de turismo por la provincia de Segovia a la
vuelta. Su mujer le dijo que se estaba volviendo un poco paranoico con el
asunto, pero accedió gustosa a la excursión.
Como era costumbre en sus caminatas por el monte, Víctor
preparó los bocadillos de pan recién hecho con lomo adobado, lonchas de queso y
rodajas de tomate natural y añadió a la mochila una bolsa de patatas fritas,
una tableta de chocolate de almendras y las cantimploras. Un poco antes de las
doce llegaban a Orbajosa, un pueblo muy pequeño donde no se apreciaba ningún
edificio que sobresaliera como la iglesia o el ayuntamiento. Todo eran casas de
una planta. No se veía un alma, pero cuando aparcaron el coche a la entrada
estaban ya en la calle Mayor según rezaba una placa bajo el alero de la primera
casa del pueblo.
Anduvieron a lo largo de la calle hasta alcanzar el número
10. Una puerta central y dos ventanas, una a cada lado, con rejas y cubiertas
con persianas de lamas de un color verde desvaído. No había timbre, pero si una
bella aldaba representando una mano. Víctor llamó varias veces. Todo estaba en
silencio, nadie respondió a la llamada. Lo intentó de nuevo con más golpes y
más fuertes. Nada. El pueblo seguía desierto, no se veía a nadie a quién
preguntar ni señal alguna de vida en las casas. Cuando ya iban a marcharse a
recorrer el pueblo a la búsqueda de alguien, se abrió la puerta de la casa de
enfrente y salió una anciana, vestida completamente de negro con una toquilla sobre los
hombros y el pelo blanco recogido en un moño.
—Buenos días, —les dijo—. Les he visto a través de los
visillos y me ha parecido que tenían interés en esa casa. ¿Buscan Vds. a
alguien?
—Hola, muy buenos días, respondió Víctor. Muchas gracias por
atendernos, parecía que en este pueblo no había nadie.
—Poca gente hay ya desde luego y todos metidos en sus casas
a resguardo del frío. Pero… ¿que se les ofrece?
—Estamos buscando a una persona llamada Mencía y nos han
dado esta dirección. ¿La conoce Vd.?
—Claro, como no la voy a conocer. Es una de las dos hijas de
Ricardo y Andrea. Ricardo León era Guardia Civil y murió ya hace mucho tiempo
en un accidente. Andrea Lázaro, la madre, vive en Santander con Aldonza, su
otra hija y ya no vienen por aquí desde hace años. Mencía viene muy de tarde en
tarde, pero solo a dar una vuelta a la casa y se marcha enseguida.
—Pues verá. Esta semana hemos encontrado en Madrid una cosa
que seguramente Mencía ha perdido y nos gustaría devolvérsela. Pero ya vemos
que va a ser difícil.
—Mencía trabaja en Madrid y como digo viene de Pascuas a
Ramos por aquí, manifestó la anciana.
—¿No conocerá Vd. a algún familiar o alguien que pueda
contactar con ella? —preguntó Víctor.
—Sí, conozco a alguien. Todos los días pasa el panadero del
pueblo de al lado con la furgoneta a traernos el pan y algunas cosas, aquí ya
no hay tienda. Hoy ya ha pasado, pero él si la conoce, incluso creo que es algo
familia suya, aunque lejana.
—Pues si fuera Vd. tan amable, le voy a dejar un papel con
mi nombre y el teléfono de mi trabajo en Madrid, para que se lo hagan llegar a
Mencía y me llame por teléfono. Le quedaría muy agradecido.
—Lo haré encantada, déjeme el papel y mañana se lo doy al
panadero.
Salieron del pueblo sin cruzarse con nadie, comentando la
suerte que habían tenido con la anciana, que les había salvado casi con toda
seguridad de un viaje fallido. Ya de regreso a su pueblo, pararon a comer los
bocadillos en una loma ante la espléndida vista del castillo de Turégano y
dieron un paseo muy agradable por los jardines de la Granja de San Ildefonso.
(Continuará y finalizará en la entrada de la semana próxima)