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domingo, 27 de diciembre de 2020

ENTREGADOS

Hace algunos años, yo y otros cuantos españoles teníamos una cuenta de correo electrónico más o menos oficial, autenticada con nuestro documento nacional de identidad y alojada en un estamento también más o menos oficial: CORREOS.ES. La cuenta tenía un formato oficial para todos que era del tipo nombre.apellidoX.NNNNS@correos.es siendo «X» la inicial del segundo apellido y «NNNN» las cuatro últimas cifras del DNI. Utilizaba esa cuenta en variadas cuestiones oficiales y de relación con empresas suministradoras de servicios y similares. Empezó a fallar y… pasó a mejor vida. Un servicio que deberíamos tener todos los españoles, refrendado por el Estado, y que simplemente no existe. ¿Dónde tenemos nuestras cuentas de correo electrónico? Estoy por apostar que la mayoría de nosotros en Gmail, Outlook, Hotmail, Yahoo y similares, amén de algunos proveedores de servicios como Telefonica.net. Algún día referiré las peripecias que estoy transitando para derivar mis correos a una cuenta de pago, operación que es casi una… misión imposible.

Toda la información que somos, desde nuestros datos bancarios o médicos a los documentos de la industria o del Estado, están almacenados en los servidores de enormes centros de datos que poseen empresas estadounidenses como Amazon, Microsoft y Google o la empresa china Alibabá, entre otras. La riqueza del siglo XXI reside en todos esos datos y Europa no debería permitir que los suyos estén en manos de esas grandes empresas tecnológicas.

Solo 45 minutos de «apagón» han bastado hace unos días —el 14 de diciembre de 2020 entre las 13 y las 14 horas— para que tomemos conciencia de la total dependencia que tenemos de unos servicios «gratuitos» sobre los que no tenemos ningún control ni mucho menos ninguna garantía. El que nuestras actividades, personales o profesionales, estén supeditadas al funcionamiento de una «nube» y de unos servicios nos puede llevar a situaciones que supongan un varapalo a nuestras actividades. Google se había «roto», se había «caído» y no podríamos saber por cuanto tiempo y si llegaría a recuperarse. Bjarne Stroustro, catedrático de Ciencias de la Computación en la Universidad de Texas anticipó hace años que «si el software —los programas—dejasen de funcionar, nos moriríamos de hambre».

Ha habido otras caídas, de Wasap, de Facebook, de Twitter, parciales o globales, que han supuesto situaciones no tan graves en función de su uso, aunque cada vez más las redes sociales se usan para operaciones de compra-venta o pedidos.

¿Qué ha dicho oficialmente Google de la caída, que no es la primera que sufre en 2020?: «... se ha debido a una interrupción del sistema de autentificación debido a un problema de cuota de almacenamiento interno». Decir esto y no decir nada es… lo mismo. Pero tampoco tienen que dar muchas explicaciones, al menos a millones de usuarios que utilizan sus servicios de forma gratuita y, por tanto, sin derecho a protestar. Otra cosa son las empresas que tengan contratados servicios con Google, por ejemplo, bancos y universidades, y que puedan reclamar indemnizaciones. Pero el pescadero de la esquina que recibe los pedidos de sus clientes a través de su correo de Gmail solo le toca… jorobarse y aguantarse.

Algunos ni nos enteramos y la agonía de otros solo duró unos minutos que no llegaron a la hora. Ya se nos ha olvidado y nada vamos a hacer para cubrirnos las espaldas si la situación se repite. Somos humanos y es ley de vida, pero es posible que si intentamos buscar alternativas tampoco existan muchas que sean alcanzables de una manera sencilla por una gran mayoría de personas.

Si a esa hora estábamos perdidos en medio de una carretera europea dependiendo de las indicaciones del GoogleMaps de nuestro teléfono… ¿Qué hubiéramos hecho? No queda otra que parar cuanto antes y rezar porque vuelva la comunicación, porque… ¿quién es previsor de llevar un mapa de carreteras de la zona por la que estamos circulando? Eso ya no se lleva, no me sean carcas.

Internet ya es de uso constante. No tenemos las guías telefónicas, no tenemos las agendas manuales porque nuestros contactos están en GoogleContacs y si necesitamos el de un restaurante buscamos en cualquiera de las aplicaciones que nos permiten incluso hacer la reserva en el momento. Solucionamos gestiones oficiales y no tan oficiales con nuestro certificado digital cómodamente sentados en nuestra casa con nuestro ordenador y nuestra internet, pero todo eso siempre que funcionen las comunicaciones y las empresas que «están al otro lado». Y, como hemos visto, pueden dejar de funcionar.

Hablando en términos bancarios, no hace mucho que teníamos una libreta y recibíamos en casa comunicados de las operaciones y extractos por correo postal. ¿Ahora? No tenemos nada, ningún justificante, ni sabemos el dinero que tenemos en nuestras cuentas en un momento determinado si no somos capaces de consultarlo a través del ordenador o de nuestro teléfono móvil. Los bancos tienen todo tipo de respaldos de seguridad, pero si un día por una catástrofe dejan de funcionar...   Sé que es una tontería, pero todas las mañanas saco un pantallazo de la situación de mis cuentas lo guardo hasta disponer del extracto oficial del mes. No es que sirva para mucho, pero menos es nada.

Todas estas cuestiones tratadas muy por encima deberían hacer reflexionar a nuestros dirigentes, municipales, autonómicos, estatales, europeos o los que sean para tomar medidas… ¿Tenemos un plan «B» aunque sea menos inmediato?    ¿Qué pasa si Google se cae una semana? ¿O un mes? ¿Nos lo podemos permitir en la actualidad?


Algunos estados y empresas europeas parece que se están poniendo las pilas para minimizar estos aspectos, pero no parece que vaya a ser de una forma inmediata ni que una vez disponibles los nuevos servicios, los ciudadanos de a pie podamos pasar a ellos de forma sencilla y sosegada.
 

 

 

 


 

domingo, 20 de diciembre de 2020

RENEGOCIAR


Es posible que esté equivocado, pero me temo que no dista mucho de la realidad en estos tiempos el tema que voy a tratar de desarrollar esta semana. En una sociedad cambiante como esta, casi de un día para otro, el permanecer estático de manera prolongada no es una buena opción, porque podemos estar dejando pasar oportunidades de acceder a servicios mejores o cuando menos aligerar nuestras facturas.

El vocablo «renegociar» no aparece directamente en el diccionario, por lo que podemos descomponerlo en «re» —volver a— y «negociar» —tratar y comerciar, comprando y vendiendo o cambiando géneros, mercancías o valores para… procurar su mejor logro—.

Es frecuente, muy frecuente, que estemos escuchando por la radio o viendo en medios anuncios de compañías que ofrecen servicios que nosotros tenemos contratados a un coste muy inferior a lo que reza nuestra factura a fin de mes. Sobre todo, en servicios mensuales o anuales que se repiten machaconamente a lo largo del tiempo. Pero, en general, o somos muy dados a cuestionarnos el realizar acciones que muchas veces son engorrosas y que, por experiencias anteriores, pueden llevarnos a situaciones no deseadas, aunque siempre serán de forma temporal. Un ejemplo no directo pudiera ser el cambiar las ventanas antiguas de la casa por unas modernas: supondrán unas semanas de obras, polvo, albañiles, pintores… bastante desagradables, pero cuando acabe todo y estemos disfrutando de lo nuevo ya no nos acordaremos de ello.

En este mismo sentido, una palabra que cada vez se está poniendo más de moda porque se utiliza con cierta frecuencia en los medios es «procrastinación», palabreja a la que dediqué una entrada en este blog hace ya diez años y que puede leerse haciendo clic en este enlace. Nos cuesta trabajo poner manos a la obra y meternos en líos para modificar cosas que están funcionando, incluso aunque suponga una mejora en las prestaciones y/o una disminución sensible de su coste.

Esto reza para cambiarse de compañías de seguros de coche o casa, cambiar de cuenta bancaria o de seguro médico o incluso estudiar la posibilidad de contratar tarifas de luz y/o gas más competitivas que nos supongan un ahorro. Pero todo es engorroso, no exento de dificultades y de posibles fallos en los cambios que te pueden traer más de un dolor de cabeza. Y de eso se valen, del miedo que nos lleva a procrastinar más y más operaciones que deberíamos a hacer casi todos los meses a tenor de cómo cambia el mercado y sus ofertas. En este año he renegociado mi tarifa eléctrica —con la misma compañía pues no queda otra—, mi tarifa de móvil, mi seguro médico y…

Vamos con el comentario directo y que es una experiencia personal y reciente. Yo estaba pagando hasta ahora por los servicios de comunicaciones en mi casa —internet fibra-300, teléfono fijo y una línea de teléfono móvil— la cantidad de 69 euros al mes. Es frecuente en estos días ver como esos mismos servicios, incluso aumentando de 300 a 600 la velocidad de la fibra y dos líneas de móvil con más gigas de datos, andan por debajo de los 50 euros mensuales. Claro, hay que remangarse, empezar a hacer llamadas, rellenar formularios para cambiarse de compañía, reinstalar aparatos en casa, recibir por mensajero nuevas SIM… con todo lo que ello supone. Y además se corre el peligro, nada desdeñable, de quedarte un tiempo incomunicado, una situación poco recomendable en estos días de pandemia en los que tanto dependemos de nuestras comunicaciones.

Lo más irritante es cuando una de esas ofertas la está brindando la misma compañía con la que tú tienes contratados los servicios —desde hace 11 años— y ves que a los «nuevos clientes» les ofrecen un servicio mejor que el tuyo por una cantidad sensiblemente inferior (de 69 euros a poco más de 40 euros). Se te queda la cara a cuadros, porque esa oferta es para nuevos clientes que entran desde cero con más derechos que tú que llevas años y años fidelizado. Estudias el mercado, ves pros y contras, indagas la calidad del servicio de nuevas compañías, los problemas reportados por los usuarios y puedes llegar a convencerte de que la compañía con la que estás te sigue siendo conveniente a sus intereses. ¿Qué hacer en este caso?

Una vez estás decidido sí o sí a rebajar tu factura, lo primero es llamar a tu propia compañía para preguntar qué posibilidades hay de seguir con ellos con alguna de sus nuevas tarifas. Si no te hacen caso, lo normal sería cambiarse de compañía o, si empecinadamente se quiere seguir con la misma, cambiar el contrato a otro de los familiares, de marido a mujer o de mujer a marido, o alguno de los hijos.

Pero te puedes llevar la sorpresa, como ha sido mi caso, de que atienden amablemente tus peticiones y, sí, te cambian tu vieja y costosa tarifa por una de las nuevas, con las mismas prestaciones que para ti eran suficientes y sin cambiar nada. Todo sigue funcionando exactamente como antes, pero a un coste rematadamente inferior. Y solo con una llamada telefónica que si hubiera hecho algunos meses antes me hubiera supuesto un considerable ahorro.

No estaría de más que revisásemos nuestros recibos mensuales o anuales y nos diéramos una vuelta por las novedades que ahora, cómodamente, podemos indagar desde casa. Para el año que viene ya tengo preparadas un par de actuaciones en los seguros de la casa y del coche y quizá haya que reconsiderar alguno de los renegociados este año según vayan las cosas.