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domingo, 29 de mayo de 2016

SOPORTES




Se estima que hace algo más de siete millones de años, las crías de unos chimpancés presentaron rasgos ligeramente diferenciados a los de sus progenitores, lo que supuso los inicios de una nueva especie que ha derivado en lo que hoy somos los humanos. Los esqueletos más antiguos hallados de esta larga etapa se cifran en una antigüedad superior a los tres millones de años, siendo una genuina representante de los mismos la conocida como «LUCY» a la que dedicamos una entrada en este blog en octubre de 2015. «Las palabras se las lleva el viento» y por ello no quedan registros de la evolución del lenguaje desde los sonidos guturales que hoy en día exhiben los chimpancés y afines hasta el habla humana. La transmisión oral de pensamientos e ideas se pierde en la profundidad de los tiempos y se supone que era suficiente en las pequeñas bandas de cazadores y recolectores que formaban los grupos humanos.

En algún momento hace cuarenta mil años, algunos homo neanderthalensis o sapiens sintieron la necesidad de plasmar esas ideas en un soporte de forma que adquiriesen una materialización que perdurase en el tiempo una vez ellos no estuvieran presentes y pudieran ser contempladas o aprendidas por otros seres. Me estoy refiriendo a las primeras pinturas denominadas rupestres en las que aparte del mayor o menor arte del autor y de los materiales empleados, era necesario un soporte que en este caso se trataba de la piedra de los techos o paredes de las cavernas o refugios en los que moraban. Me he quedado sobrecogido al contemplar algunas de estas expresiones en cuevas de Cantabria, por desgracia no en la original Altamira, o en sitios especiales como el barranco de la Valltorta en Castellón.

Con la transformación en sociedades agrícolas y el nacimiento de las ciudades, las necesidades de registrar fehacientemente las cosas propiciaron uno de los mayores inventos de la humanidad: la escritura, que apareció de forma concurrente en varias zonas del planeta, siendo las más antiguas manifestaciones las sumerias registradas sobre un soporte imperecedero y, muy importante, transportable: las tablillas de arcilla, que una vez cocidas eran muy perdurables, habiendo llegado algunas de ellas hasta nuestros días. Una vez visto que la palabra y las ideas podían ser plasmadas dejando testimonios para la posteridad, la elección de los soportes ha sufrido una continua evolución.

Dos mil años antes de Cristo, la civilización egipcia optó por el papiro, fabricado a partir de la planta del mismo nombre y que permitía fabricar rollos continuos más o menos largos que se enrollaban en torno a varillas de madera.

Los romanos utilizaron un soporte más volátil para sus transacciones diarias como eran las tablillas enceradas, pero se cuidaron de dejar textos para la posteridad en la piedra de muchos monumentos o piezas de bronce o metal. También otras manifestaciones artísticas habían ido quedando en madera, hueso o incluso telas como la seda u otras.

Es en la ciudad griega de Pérgamo y alrededor de trescientos años antes de Cristo cuando los griegos empezaron a utilizar el pergamino para dejar constancia de hechos y opiniones. Realizado con piel de animales permitía una encuadernación a base de coser sus lomos en una anticipación de lo que podríamos considerar un libro. Durante mucho tiempo este soporte, el pergamino, fue utilizado como base de escritos y códices, permitiendo el progreso del conocimiento y el avance de la civilización.

Pero se debe a la cultura china, doscientos años después de Cristo, el descubrimiento del papel, que fue dado a conocer en la cultura occidental hacia el año ochocientos de nuestra era al ser importado por los árabes. De menor durabilidad y consistencia que el pergamino, su facilidad de fabricación y su menor coste hizo de él un soporte por excelencia, que adquirió una profundidad excepcional con la invención de la imprenta por Gutenberg al permitir la generación de un número indeterminado de copias que podían llegar a cualquier rincón del Globo.

El papel sigue plenamente vigente hoy en día como soporte básico para todo tipo de comunicaciones, pero no hace muchos años en esta línea del tiempo que venimos comentado aparecieron otros soportes denominados magnéticos: con la ayuda de un ordenador podíamos dejar constancia de nuestras ideas en discos duros o en CD's, DVD's y ahora más recientemente en «pendrives», tarjetas de memoria o incluso en el propio teléfono móvil. Pero una idea que conocimos hace años de la mano de un libro de Enrique Dans titulado «Todo va a cambiar», referenciado en la entrada «VERTIGINOSOS» de este blog, hablaba de la disociación entre el continente y el contenido, entendiendo como continente la hoja de papel, el disco o el celuloide y como contenido lo que realmente está escrito o grabado y las ideas que se nos quieren transmitir. Hasta hace muy poco, ambos conceptos estaban indisolublemente unidos siendo necesario disponer de forma física del soporte-continente para poder acceder a su contenido.

La digitalización ha permitido que los contenidos, esas series de ceros y unos grabados en algún soporte magnético, sean consultados a través de dispositivos desde cualquier parte por esa maravilla que es la red. Se habla de que los contenidos están en la «nube» y solo hace falta un acceso y una prótesis para consultarlos y disfrutar de ellos en cualquier parte del mundo, incluso ponerlos en papel si lo deseamos y disponemos de una impresora. No hacen falta copias físicas materiales para que una idea se difunda a los cinco continentes en un santiamén. Las tablillas que los escribas sumerios confeccionaban pacientemente eran únicas pero lo que escribe hoy cualquiera en el teclado de un ordenador y pone a disposición general es repetible casi infinitamente de forma instantánea. El último soporte por ahora es una pantalla donde podemos visualizar enormes cantidades de información.


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domingo, 22 de mayo de 2016

DATOS




La semana pasada escribía en este mismo blog la entrada «DUPLICADOS» en la que hacía referencia a la importancia de tener un cierto control sobre la información que voluntariamente ponemos en la red, dado que una vez fuera de nuestro control es impredecible a dónde puede llegar, las manos en las que puede caer y el uso que se pueda hacer de ella. Pero no siempre depende de nosotros el tener cuidado pues con que haya otras personas descuidadas, o empresas, el problema podrá ocurrir igual. Oímos hablar de la existencia de una Agencia de Protección de Datos que vela por las buenas prácticas en estos asuntos, pero nos encontramos con demasiada frecuencia hechos que escapan a su control.

Quién no tiene redactado y actualizado lo que se conoce con el latinajo de curriculum vitae o de forma más abreviada C.V., ese documento que contiene referencias completas a los datos personales, estudios, desempeños profesionales, aficiones y algún que otro dato específico en función de nuestros intereses o los de las empresas a las que se lo vayamos a remitir. Una información preciosa en estos tiempos actuales donde el manejo de la información es un valor creciente que puede reportar a las empresas numerosas incentivos para sus campañas publicitarias o de estudios de mercado con los fines más variados. ¿Qué hacen las empresas con los C.V.? Deberían destruirlos en la trituradora de papel en el momento en que ya no sean de su interés o en caso de conservarlos de cara al futuro extremar de forma celosa la custodia de los mismos.

Hace unos años recibí una llamada directa de una empresa sevillana que tenía una información completa sobre mí al disponer, según me comentaron, de mi propio y personal C.V. Yo nunca había mandado ese documento a esa empresa, desconocida para mí, y que me llamaba interesándose por la posibilidad real de que, dado mi lejano domicilio a esa ciudad, desplazarme a la misma para prestar un desempeño laboral en un contrato con una duración estimada de cuatro años. Aparte de indignarme de forma educada ante el hecho de que estuvieran en posesión de mis datos, les indiqué que en ningún caso entraba dentro de mis proyectos desplazarme a Sevilla. Por buenas composturas y de forma educada, conseguí que me dijeran de que iba el asunto: se trataba de un concurso que habían abierto para subcontratar el mantenimiento de parte de sus funcionalidades. En el pliego de presentación de candidaturas requerían el C.V. de los empleados que, caso de ganar el concurso, serían destinados a laborar en esa empresa sevillana.

Evidentemente no conseguí que me dijeran el nombre de la empresa que había tenido la desfachatez de facilitar mi C.V. sin consultarme. Solo era una mera curiosidad pues poco parece que los mortales de a pie podamos hacer para evitar estas prácticas. Entiendo que de ganar el concurso realmente, cualquier excusa sería suficiente para dar el cambiazo de las personas, con lo cual de poco sirve la anticipación de los C.V. si luego no hay una garantía real de que sean las personas exactas las que van a desempeñar la labor. Numerosas empresas por diferentes motivos tienen mi C.V., eso si no se lo han pasado entre ellas como en este caso y poco control puedo tener yo sobre el asunto.

La mañana del jueves de esta semana, cerca de donde aparco mi coche en una zona empresarial, pude observar un montón de papeles esparcidos por el suelo cerca de un contenedor de basura. Recogí uno de ellos por curiosidad, que es el que figura en la imagen que acompaña a esta entrada. Se ve que el viento y los elementos han jugado con los papeles pues en este precisamente han quedado marcadas varias huellas de neumáticos. Se han desfigurado los datos para evitar su reconocimiento, pero se trata de un C.V. completo donde podemos conocer datos de Lucía B.R., domicilio, teléfono, documento de identidad, correo electrónico, su formación académica y dónde ha sido obtenida, su experiencia laboral, los idiomas que domina e incluso que dispone de coche propio, carnet de conducir, se maneja con las cuestiones básicas de informática y es «capaz de trabajar en equipo, extrovertida, resolutiva, dinámica, con afán de conocimiento y capacidad de aprendizaje». Además, como corresponde, tenemos su fotografía.

Es relativamente frecuente el hecho de encontrar en las papeleras y contenedores de basura documentos sensibles como el que nos ocupa. Había decenas de ellos revoloteando por la zona, por lo que supongo que una empresa sin demasiados escrúpulos ni control de sus actividades ha depositado un montón de C.V. directamente en la basura convencional, sin preocuparse de pasarlos por una trituradora de papel de forma que se conviertan en inservibles. Poco cuidado y pocas garantías para los confiados demandantes de un puesto en esa empresa receptora de los C.V. En otras ocasiones los documentos han sido facturas, con numerosos datos de empresas y actividades o hasta historiales médicos encontrados desperdigados en las inmediaciones de un hospital. Pasa el tiempo y no aprendemos a extremar las precauciones.

Ante esto… ¿Qué podemos hacer los simples mortales? ¿Negarnos a facilitar nuestros C.V. a las empresas que nos lo pidan? ¿Dotarlos de un mecanismo de autodestrucción a los xx días? Estamos apañados e indefensos ante estas prácticas que van desde una falta de cuidado a conductas verdaderamente delictivas según la ley vigente que escapan a nuestro control pero por las que podemos sufrir consecuencias y vernos afectados sin remedio ni posibilidad alguna de reacción por nuestra parte.
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sábado, 14 de mayo de 2016

DUPLICADOS




Cada vez con más frecuencia estamos asistiendo a una digitalización galopante de todo lo que nos rodea, lo que implica hacer todo lo posible por convertirlo en una secuencia de ceros y unos, los llamados «bits», que permiten su almacenamiento en dispositivos electrónicos, léase «pendrives» o discos duros de nuestros ordenadores o más últimamente en la llamada «nube», donde estarán disponibles para nosotros en cualquier momento y lugar con la condición de tener disponible un aparato y disponibilidad de acceso a la RED para recuperarlos.

No hace mucho tiempo, la fotografía era analógica y en su decurso no había llegado al mundo digital, con lo que era necesario hacer las tomas con el correspondiente carrete o rollo fotográfico, llevarlo a revelar y obtener los negativos y sus copias en papel o en su caso las diapositivas que permitían su proyección. En interés de lo que estamos tratando en este tema, decir que era complicadillo obtener duplicados de los negativos y diapositivas aunque si se podían obtener en papel. Digamos con esto que los laboratorios fotográficos o alguno de sus operarios siempre podían copiar de alguna forma esa foto especial que les gustase por las razones que fueran.

Hoy en día, lo analógico en el mundo de la fotografía y la imagen en general es bastante residual. Todavía quedan personas que siguen con sus carretes pero cada vez es más difícil encontrar laboratorios industriales que te los revelen y te hagan las copias a papel e incluso el obtener los líquidos y aparatos para el hágaselo Vd. mismo en casa es bastante complicado, pues pocas tiendas comercializan lo necesario al ser una actividad prácticamente inexistente. Queda la posibilidad, que yo utilicé muchas veces en mis tiempos, de comprar los productos químicos en la droguería y con báscula y paciencia fabricárselos artesanalmente.

El hecho de que acudamos con nuestro «pendrive» a la tienda o incluso enviemos vía «ftp» a través de la RED nuestras fotografías al laboratorio implica que no son en su formato base más que unos archivos digitales que, para el tema que nos ocupa, permiten su copiado varias veces sin dejar rastro. Por ello, no tenemos ninguna garantía de que la tienda o laboratorio, ellos o algún empleado desalmado, se quede con copias de nuestras fotos, repito que sin dejar rastro; unas copias que por ser digitales son exactamente iguales, idénticas, sin ninguna diferencia entre original y copia. Hay medios de encriptar en las fotos marcas de copyright pero salvo que lo hagamos de una forma particular, también hay formas de quitarlas, está todo inventado.

Este ejemplo comentado con el mundo de la fotografía o la imagen, se hace extensible a otros muchos aspectos que han pasado a la digitalización, como la música, el cine, los libros, etc. etc., lo que implica un cierto descontrol en su circulación y distribución. Mientras tengamos nuestros archivos en el disco duro interno de nuestro ordenador o en un disco externo debidamente controlado, incluso cifrado, no hay peligro de que caigan en manos ajenas salvo que un espía o agente capacitado asalte nuestro domicilio y haga eso que no es tan sencillo pero parece fácil tal y como todos habremos visto alguna película o serie en las que alguien se cuela en el ordenador de otro y copia sus datos.

Cada vez más los datos están en la «nube», que es tanto como decir alojados en algún sitio desconocido y fuera de nuestro control. Cuando ponemos algún archivo nuestro en la «nube» estamos aceptando que puede ser copiado sin que nos enteremos y aparecer en donde menos se espere. Los llamados «hackers» están a la orden del día y si no que se lo digan, es un ejemplo, a los de Mossack Fonseca que deben estar pensando como más de once millones de sus archivos han sido puestos esta semana a consulta pública.

Para ilustrar un poco el tema, relato un hecho que me ha sucedido personalmente con un archivo que tengo alojado en la «nube» y mucho me temo que si ha ocurrido con ese será una práctica generalizada. Se trata de una nube de esas de empresas grandes como Microsoft, Dropbox, Google, SugarSync, Box… Hay muchas y aunque el hecho me ha ocurrido en una de ellas, que no concreto, lo más probable es que sea generalizado y si no lo es bien pudiera serlo. Todos los archivos en la nube tienen una especie de matrícula, una clave de identificación como por ejemplo «6eb482f5f898.6EA712F9EC8!10244» que permite a los ordenadores referirse a él de forma más precisa que utilizando su nombre. Pues bien, hace unas semanas borré un fichero, incluso de la papelera asumiendo y mostrando expresamente mi conformidad con la imposibilidad de su recuperación. Si intento acceder al fichero por el nombre me dice con toda lógica que no existe pero, ¡oh maravilla!, si intento acceder por su matrícula me lo recupera perfectamente, y eso que se supone que ya no existía.

Por seguir indagando en este tema, procedo a borrar el fichero por su nombre, a lo cual obtengo la respuesta, lógica, de que el fichero no existe, pero, ¡otra vez oh maravilla!, cuando lo intento borrar por su matrícula me dice, toma castaña, que ese fichero no es mío y que no tengo autoridad para borrarlo. La deducción es lógica y meridiana: el fichero realmente no ha sido borrado, sigue existiendo en algún lugar pero ya fuera de mi control, con lo que aunque yo crea que no existe esto no es cierto, una copia o más del mismo siguen estando «por ahí». El fallo gordo está en que el propietario de la «nube» siga dejando acceder por la matrícula a un archivo teóricamente borrado pero que sigue vivito y coleando con sus ceros y unos en algún lugar fuera de mi control.

De esto se deduce que mucho ojo con los ceros y unos que ponemos fuera de nuestro ordenador, subiéndolos a una «nube» o enviándolos por correo, «ftp» o cualquier otro medio electrónico. Es como el dicho aquel, que reza que «serás dueño de tus silencios y esclavo de tus palabras». Una vez que la piedra ha salido de nuestra mano hemos perdido el control sobre ella y la RED, cada vez más últimamente, nos está demostrando que su memoria es casi infinita y sus tentáculos muy largos.


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domingo, 8 de mayo de 2016

PRÓTESIS




Avanzamos viento en popa a toda vela en el magnífico curso titulado «Claves y desafíos del siglo XXI» que bajo la dirección del profesor Antonio Rodríguez de las Heras está teniendo lugar dentro de los monográficos de la Universidad Carlos III de Madrid. Llevamos consumidas diez sesiones de las quince previstas y los conceptos y los conocimientos se acumulan proporcionando una sensación de vértigo con connotaciones agradables si nos da por pensar en positivo y disfrutar de los adelantos tecnológicos a los que estamos asistiendo cada día. Desde que el homo sapiens camina sobre la superficie de la Tierra, y de esto hace unos cuantos miles de años, no paramos de incorporar lo que el profesor llama «prótesis» a nuestra endeble estructura humana para hacerla cada vez más potente: nace así el que pudiéramos denominar «homo sapiens protéticus».

El concepto es muy amplio y no podemos circunscribirle únicamente a adelantos tecnológicos. El hecho de llevar encima un vestido no deja de ser un aditamento para hacer nuestra vida más agradable supliendo carencias o deficiencias que presenta nuestro cuerpo para combatir el frío o el calor. Nos ponemos o nos quitamos la ropa en función de la sensación térmica que percibimos y con ello podemos manejar mejor las condiciones que la naturaleza nos impone. Preparados en nuestros orígenes para vivir no más allá de tres o cuatro decenas de años, alcanzamos en las sociedades desarrolladas siete o más y no para de subir la esperanza de vida, lo que significa una necesidad cada vez mayor de prótesis que van desde un simple bastón hasta los modernos exoesqueletos que empiezan a aparecer y permiten movimientos impensables hasta hace pocos años.

A la salida de clase comentaba con mi compañero y amigo Luis el concepto de «Tecnología» como una redefinición y asentamiento de la inundación de conceptos que estamos recibiendo en el curso. Si nos acercamos a las definiciones oficiales en el diccionario oficial de la Real Academia, tecnología es el «Conjunto de teorías y de técnicas que permiten el aprovechamiento práctico del conocimiento científico» o bien el «Conjunto de los instrumentos y procedimientos industriales de un determinado sector o producto». Pasando por encima de estas definiciones académicas, podríamos considerar en terrenos más prácticos como innovación en tecnología aquello que no existía en un momento determinado y de pronto llega a disposición generalizada de los humanos como forma de mejorar su calidad y condiciones de vida. Con este planteamiento, un aparato de televisión sería tecnología para mí pues en mi infancia y principio de la adolescencia no estaba a mi alcance, pero no lo sería para mi hija que desde que habita este mundo es un aparato que para ella siempre ha estado ahí. Podríamos referirnos a una montonera de cachivaches o archiperres, prótesis, pero sería repetir una entrada en este mismo blog titulada «TECNOLOGÍA» que data de diciembre de 2010.

De las cosas puramente mecánicas como puede ser un carro para transportar mercancías en vez de llevarlas a cuestas, una lanza para mejorar nuestras posibilidades de caza, una brújula para orientarnos o un microondas para cocinar nuestros alimentos hemos pasado a nuevos aparatos que la industrialización creciente nos acerca permitiendo extender nuestras capacidades de una forma exponencial, jamás imaginada, lo que plantea nuevos retos en todos nuestros ámbitos. Un ejemplo: la memoria. Cuando un estudiante hace no tantos años acababa sus estudios, tenía que llevar en su cabeza todos los conocimientos necesarios, siendo la manera de ampliarlos el acudir a artefactos físicos generalmente en papel tales como apuntes o libros en su biblioteca personal o en la pública. La memoria humana, potente pero limitada, era la única fuente a la que acudir. Ahora, mediante una prótesis transportable como es un «smartphone» o una fija como es un ordenador, este estudiante moderno puede acceder a la RED y recuperar una vasta información, suya propia o de otros, prácticamente en cualquier lugar del mundo y al instante. En suma, que puede llevar sus apuntes y sus notas consigo, y muchas más de otros a cualquier parte a la que se desplace. No es memoria cerebral propiamente dicha pero podemos recuperar la información de esta «memoria externa». A nosotros nos parece ahora normal pero díganselo a cualquier persona de mediados del pasado siglo y no digamos ya si nos retrotraemos hacia atrás. Es casi ciencia ficción ahora mismo a poco que meditemos sobre ello.

Con todos estos planteamientos, con lo que parece cercano a corto plazo como llevar un «smartphone» injertado en la piel, con acceso a la RED en cualquier parte, el profesor planteaba el concepto de «Una educación sin memoria». Yo aprendí a hacer manualmente operaciones de raíces cuadradas que todavía recuerdo porque las practico por puro placer de vez en cuando. Pero, ¿es esto transferible al inmediato futuro? ¿Es necesario que un estudiante, pongamos que no sea gallego, retenga en su memoria neuronal los ríos de Galicia? ¿O basta con que sepa consultarlos en la RED?

Entrando en términos médicos, esta semana acompañaba a mi madre anciana para cambiar sus audífonos, pues ya sin ellos oye con dificultad. Aunque no era lógico para una persona mayor, nos hablaron de modelos controlados inalámbricamente desde el teléfono. Micro audífonos implantados en los oídos permiten mejorar la audición pero este tipo de aparatos lleva tiempo entre nosotros y no nos impresiona tanto su evolución. Pero supongamos un parche colocado en nuestra piel que se comunica constantemente vía «bluetooth» con nuestro teléfono y este con el ordenador del hospital y entre ellos se transmiten nuestras constantes vitales de forma instantánea. Estamos pensando en temperatura, pulsaciones, tensión arterial o similares, las más corrientes, pero no sólo esas; una píldora que ingiere el paciente varias veces al día lleva un contenido biónico con nanotecnología que es capar de enviar imágenes y tomar medidas de sus efectos en el interior del cuerpo por donde se va desplazando. Y si nos olvidamos de tomarla, el ordenador o nuestro teléfono es capaz de recordárnoslo.

El problema de todo esto es el uso de los medios tecnológicos. Es fundamental que el centro de todo sea el hombre y su mejoramiento y no ocurra como muchas veces al revés, en que se obliga a cambiar al hombre para adaptarse a la tecnología en una vorágine de cambios que acaba por trastocarnos por el vértigo inducido.

Como colofón mencionar un comentario jocoso sobres estos aspectos. Supongamos que disponemos de un frigorífico conectado a internet que se encarga de conectarse al supermercado y hacer la compra para reponer los artículos. Ojo a si también se conecta a nuestra báscula inteligente, esa que nos «obliga» a pesarnos todas las mañanas, y entre los dos, frigorífico y báscula, se ponen «de acuerdo» para no reponer  cervezas hasta que no bajemos de peso…


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domingo, 1 de mayo de 2016

RELECTURAS




He finalizado esta semana la lectura de un libro de esos considerados universales. Se trata de uno de los que contribuyeron a que Gabriel García Márquez obtuviera el premio Nobel en 1982 y no es otro que «Cien años de soledad», considerado como uno de los grandes de la llamada literatura hispanoamericana y que vio la luz en 1967. Ha sido mi segunda lectura de este libro, forzada por un hecho que más tarde comentaré y solo decir que ha sido un dolor. Lo leí anteriormente en diciembre de 2007 y como comentario en esa fecha tengo la anotación siguiente: «Sin comentarios. No me ha gustado nada de nada, pero algo tendrá si le han valorado como para un premio Nobel».

Con estos planteamientos y con todo lo que tengo pendiente de leer, se me hacía muy cuesta arriba la tarea de acometer de nuevo su lectura, tarea que me había sobrevenido por haber sido elegido en uno de los clubs de lectura en los que participo. Nunca hasta ahora he acudido a las reuniones de recensión sin haber leído recientemente el libro propuesto y no iba a ser esta la primera vez en los casi cinco años que llevo en este particular club. Pues tras esta segunda lectura mi opinión no ha cambiado mucho, me he dedicado a disfrutar del lenguaje, de las situaciones, de los personajes y del libro en general pero sin entusiasmo y casi con sufrimiento y unas ganas de acabarlo cuanto antes, tarea no fácil si tenemos en cuenta los más de ciento cuarenta mil vocablos que contienen sus páginas.

En los clubs de lectura me he visto en la tesitura de releer algunos libros por segunda vez, es lo que tiene ser un letraherido. Desde el año 2004 llevo anotando puntualmente en una hoja excel los libros que voy devorando, con una pequeña calificación y comentario a los mismos. Los comentarios son en algunos momentos y desde hace algunos años extensos por realizar una pequeña reseña en el blog amigo «A leer que son dos días». Según estas notas son 683 obras las leídas hasta el momento, algunas de ellas en más de una ocasión. Concretamente los club de lectura me han llevado a segundas lecturas en estos libros: «Infancia» de John Maxwell Coetzee, «El lector» de Bernhard Schlink, «Rojo y negro» de Stendhal, «El hereje» de Miguel Delibes, «El curioso incidente del perro a medianoche» de Mark Haddon, «Traficantes de mentiras o cuando las moscas se equivocan» de Consuelo Sanz de Bremond, «Brooklyn follies» de Paul Auster e «Intemperie» de Jesús Carrasco. No han sido muchos y en algunas de estas segundas lecturas he podido disfrutar de nuevo pues como ya dijo Isaac Asimov… «Además, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, no obstante cada una de ellas crea sus propias imágenes, sus propias voces, sus propios gestos, expresiones y emociones. No será un solo libro, sino diez mil libros», cuestión que me atrevo a hacer extensible y aplicable a cuando un mismo lector hace una relectura, pues su vida y sus apreciaciones habrán cambiado.

En alguna ocasión he escuchado la frase que dice que un libro que no merece ser leído dos veces no puede ser bueno. Como siempre las excepciones vienen a confirmar la regla pues todo es relativo. Por ejemplo, el libro «Intemperie» de Jesús Carrasco no admite a mi entender una segunda lectura porque una gran parte de su magia es la atmósfera que va creando página a página y que si se sabe de antemano le deja sin gracia. Siempre se obtienen nuevas sensaciones pero conocer el desarrollo y el final le quita mucho atractivo.

Aparte de lo comentado anteriormente de segundas lecturas «por una cierta obligación», a lo largo de mi vida he leído algunos libros varias veces y me propongo hacer un recuerdo de ellos en esta entrada. Como siempre las listas son malditas pero he hecho el ejercicio de recuperar de mi memoria y de mis notas tres de los libros que he leído varias veces y que sin duda volveré a leer y son los que figuran en la imagen que encabeza esta entrada: «El juego de Ender», de Orson Scott Card, «La sustancia interior» de Lorenzo Silva» y «El ladrón de tumbas» de Antonio Cabanas. Aunque no en tantas ocasiones como los anteriores, hay muchos más que volveré a leer como por ejemplo «De animales a dioses» de Yuval Noah Harari, un libro que leí en tres ocasiones el año pasado y que me encantó por sus enseñanzas prácticas. Otras relecturas han sido el clásico «Los pilares de la Tierra» de Ken Follett, «El significado de la noche» de Michael Cox, «El conde de Montecristo» de Alejandro Dumas, «Ben-Hur» de Lewis Wallace, «Espartaco» de Howard Fast, «Pigmalion» de George Bernard Shaw o «El salón dorado» de Jose Luis Corral Lafuente. En algún momento hay que parar porque la lista podía ser interminable.

En los próximos días y por una nueva indicación de uno de los clubs de lectura voy a ponerme con la relectura de un libro que tenía pendiente, que leí muy deprisa en octubre de 2013 y del que se pueden sacar buenas enseñanzas con una lectura pausada. Se trata de «El funcionario prudente», una auto publicación de mi buen amigo Ricardo Ruiz de la Sierra, que si todo sigue como se ha planteado asistirá a la reunión del club de lectura a finales de junio. Me conmino a leerlo pausadamente y aprovechar sus muchas indicaciones para comentarlas en vivo y en directo con el propio autor. Una relectura que estaba pendiente y que me apetece enormemente.