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domingo, 30 de diciembre de 2018

CABINAS




Hay ciertos elementos del mobiliario urbano que siguen entre nosotros, pero no dejan de representar una cierta anacronía, especialmente para las personas jóvenes que seguramente las miran con recelo sin tener muy claro para lo que sirven ya que no las han utilizado nunca. Muy al contrario, evocarán una cierta nostalgia para las personas de más edad porque habrán sido importantes en sus vidas, aunque tampoco las hayan usado en los últimos años.

Según noticias que se han podido ver en los periódicos, existen unas dieciséis mil cabinas telefónicas repartidas por pueblos y ciudades de España, mantenidas ─es un decir─ por la compañía Telefónica y que son consideradas por el Gobierno como un bien público y una necesidad, porque se establece que debe haber una al menos en cada pueblo y otra más por cada tres mil habitantes. Parecía que al igual que la obligatoriedad de las guías telefónicas y la consulta telefónica de números de abonados iban a pasar a mejor vida, pero por el momento han sido «indultadas» y seguirán formando parte del paisaje urbano en el que llevan varias decenas de años.

Al igual que ocurre con los teléfonos en muchas habitaciones de hotel que salvo para cuestiones internas apenas se utilizan, la telefonía móvil puso en desuso hace varios años las cabinas telefónicas que antes eran un elemento vital en la vida de las personas, o al menos de algunas de ellas, como por ejemplo repartidores, camioneros, o viajantes que precisaban de su uso para su devenir diario. Yo mismo las he utilizado durante mis vacaciones en España y en el extranjero para llamar de vez en cuando a la familia. Pero muchos lectores jóvenes que no conozcan la historia se preguntarán por qué tienen ese nombre… ¿cabinas?

Cabina, según el diccionario y entre otras acepciones es «un recinto pequeño, generalmente aislado, adaptado a sus diversos usos». Los que tengan cierta edad recordarán que las cabinas telefónicas antaño se ajustaban a esta definición pues disponían de su puerta para entrar en ellas, su pequeño mostrador para apoyar nuestras notas o cachivaches y sobre todo un entorno cerrado con una cierta intimidad para nuestras conversaciones. Para que aquellos que no la conozcan, y yo también me aplico la recomendación, sería interesante volver a ver el formidable mediometraje de 1972 titulado «La Cabina», protagonizado por José Luis López Vázquez. La memoria me traiciona porque creía que era en blanco y negro, pero no es así, es en color, y puede verse completo con una presentación de su guionista Antonio Mercero en la web de Radio Televisión Española en este enlace.


Las tradicionales cabinas inglesas rojas son un ejemplo mundialmente conocido que siguen plenamente vigente en ese país, ubicadas en los sitios más insospechados como puede verse en la siguiente imagen ─no es ningún montaje fotográfico─ en una carretera escocesa.


Los modelos que han llegado a nuestros días, por lo menos en el entorno en el que me muevo, ya no son cabinas sino postes, columnas o no sabría cómo calificarlos. Al menos la urbana que aparece en la fotografía introductoria de esta entrada funcionaba perfectamente: he hecho el ejercicio de introducir unas monedas, euros, y hacer una llamada. Digo lo de euros porque en mis recuerdos la última vez que las utilicé eran pesetas las monedas requeridas. La telefonía móvil de forma extendida ha sido lo que ha acabado con la necesidad de cabinas, pero llegó de forma masiva bien entrado este siglo XXI, por lo que todas las cabinas debieron ser adaptadas a las nuevas monedas.

Yo no utilizaba monedas porque había un servicio de prepago en el que llamabas a un número 900 gratuito ─que yo me sabía de memoria─ y a continuación llamabas al número que quisieras con cargo a tus fondos de prepago. Yo este sistema lo utilizaba incluso en teléfonos convencionales de amigos o de la oficina cuando quería hacer llamadas a mi cargo y me dio grandes resultados en el extranjero, donde también podía utilizarse y minimizaba no pocos problemas en el uso de cabinas y monedas. Hay que recordar también que eso de las tarifas planas y las llamadas «gratuitas» en los fijos es una cosa relativamente reciente: las conocidas como llamadas interurbanas costaban no poco y hacían subir la factura telefónica a poco que te descuidases.

Supongo que a la compañía propietaria de las cabinas no le hará ninguna gracia tener que seguir con el mantenimiento que presumo será muy costoso en relación con lo que recaude. Me imagino que en algún sitio habrá alguna estadística de las llamadas efectivas que se hacen desde este tipo de cabinas públicas, cuyo uso será muy diversos según el ambiente urbano de gran ciudad o de un pequeño pueblo. Por el momento se mantienen y por un tiempo su presencia y su estética seguirá entre nosotros.


domingo, 23 de diciembre de 2018

TIQUES




Salvo en muy contadas ocasiones vamos por la vida en estos tiempos actuales a toda prisa. Las colas han vuelto a ser una cosa normal que cada uno llevamos como podemos. Muchas de ellas ya son anticipadas desde el momento en que se piensa ir a un determinado sitio, como por ejemplo las de Correos, donde recoger un paquete, vayas a la hora que vayas, es un suplicio en el que tienes que contar con emplear la media hora. Hablo, claro está, de la oficina que tengo cerca de mi domicilio. Habrá otras oficinas donde los empleados se aburran como ostras contando las telarañas, que de todo hay en la viña del señor.

Yo procuro tomármelo con filosofía: saco el móvil, abro el libro que estoy leyendo y me entrego a la lectura como una forma de aprovechar el tiempo y distraerme. Porque la observación (psicológica) de las actitudes de las personas, y la escucha de los comentarios que algunas veces surgen no tienen desperdicio. Cada cual cuenta su película subyaciendo una crítica más o menos velada a la situación. Una de las colas por las que paso algunas veces a la semana es la del supermercado. Tremenda. ¿A que esperan para abrir más cajas? ¡A esto no hay derecho! Pero todos muy atentos para cuando abran una nueva caja y se oiga aquello de ¡Pasen en orden de fila! salir corriendo sin ningún orden ni concierto a pillar sitio en la nueva cola.

Recuerdo mi infancia cuando esto de los supermercados no había sido inventado. Cuando estaba libre de tareas escolares, mi madre, que trabajaba y mucho pero solo en casa para atender a los siete que éramos, me mandaba a hacer los recados al mercado y a las tiendas del pueblo: señor Paramio, ultramarinos Víctor Gómez, frutería Choya, panadería del tío Tijeras, mercería el Globo… No se me podía olvidar la bolsa en la que traer las cosas y en algunos casos los cascos cuando había que comprar yogures o aceite. Se empleaba un buen tiempo dependiendo de la gente que te fueras encontrando en cada uno de los establecimientos. Pero, bueno, no había muchas cosas más que hacer en el día y todo era tranquilo, a su ritmo.

Ir al supermercado y llenar el carro es una tarea hoy en día de las más odiosas para mí. Hay varios supermercados en la zona y a veces hay que ir a dos o tres de ellos, porque los productos que necesitas no los tienen en todos, supongo que por alguna razón comercial o estratégica. Un ejemplo, si quieres comprar margarina de una determinada marca tienes que ir a uno de ellos porque en el otro no la tienen, por no hablar como algunos productos específicos de un supermercado a los que nos hemos acostumbrado y no podemos vivir sin ellos, por ejemplo, el papel del baño que lo venden en uno o las toallitas limpia gafas que solo lo venden en otro.

En todos ellos y casi siempre vayas a la hora que vayas, la constante es la cola en la caja para pagar. Como he referido antes, las actitudes de las personas son curiosas: la persona que está hablando por teléfono sin dejarlo mientras pone los artículos de uno en uno en la cinta con toda parsimonia porque no está a lo que está, otra que se toma con excesiva tranquilidad el ir guardando su compra en las bolsas, la que al final del todo busca la tarjeta o el dinero para pagar revolviendo el bolso una y otra vez sin dar con ellos… En fin, actitudes para todos los gustos, muchas de ellas con bastante falta de empatía hacia los demás. Mientras estamos en la cola nos quejamos de lo que tardan los demás, pero cuando nos toca a nosotros… ¡no tenemos ninguna prisa!

La historia nos va dotando de aprendizajes poco a poco. Hace años se puso de moda que las tiendas y especialmente los supermercados nos dieran todas las bolsas de plástico y algunas más, gratis, para llevar la compra. Íbamos despreocupados sin tener que llevar aquella bolsa que me daba mi madre para traer los artículos. Ha pasado el tiempo y el dispendio y sobre todo la contaminación que supone el plástico de las bolsas han motivado que ya no sean gratis. Realmente no cuestan mucho y he visto con frecuencia como muchas personas siguen pidiendo las bolsas, aunque se las cobren. Por lo menos, otras personas entre las que me encuentro acudimos con nuestras bolsas reutilizables, como en los viejos tiempos, nada nuevo.

Otra cuestión que he observado es que con relativa frecuencia las personas que están metiendo sus artículos en las bolsas ven que no les caben y piden alguna bolsa más. Pero lo hacen cuando el dependiente ya ha cerrado la cuenta e incluso tras haber pagado la misma. En el supermercado de la imagen, las bolsas pequeñas cuestan dos céntimos de euro, una nimiedad en comparación con lo que nos gastamos y que está demostrado que no echan para atrás a las personas a la hora de pedirlas. En mi opinión, más tendrían que costar, de forma que la cuestión fuera realmente disuasoria.

Pero no es este el hilo de esta entrada. ¿Qué hace la cajera o cajero cuando el cliente le pide una bolsa tras haber cerrado la cuenta? ¿Abre una nueva cuenta y se la cobra (con tarjeta o en efectivo)? ¿Lo deja y asume el coste como encaje de caja? Habrá acciones para todos los gustos, pero el otro día descubrí una en la que no había pensado: cobrarle la bolsa al cliente siguiente, aunque no la haya pedido. Total, no es nada y en la mayoría de los casos ni se va a enterar.

Me gusta revisar las facturas, los tiques, los comprobantes y las vueltas cuando pago en efectivo. En una gasolinera una vez me quisieron cobrar quince euros de más por un error en el número de surtidor. En dos ocasiones me dieron mal las vueltas en peajes manuales de autopista y en varias ocasiones he encontrado discrepancias en los precios de los artículos entre lo que ponía en la estantería y lo que marcaba el ordenador en caja. Nos dan el tique, lo cogemos, lo metemos en el bolsillo sin mirarlo y salimos corriendo: nos fiamos, vaya. Pues creo que hacemos muy mal.

Dos céntimos de euro no van a ninguna parte, pero el hecho (para mí) sí que tiene trascendencia, sean dos céntimos o dos millones. El último artículo, véase la imagen, era una bolsa pequeña que ni había pedido ni me habían dado. El tique te lo dan al final, al tiempo o casi después de empezar a atender al cliente siguiente. Esperé pacientemente mostrando el tique y haciendo una indicación a la cajera para reclamar. Cuando me llegó el turno, de nuevo, y le hice ver el asunto de la bolsa, se embarazó y me dijo casi balbuciendo que no comprendía que podía haber pasado, que si el ordenador, que si… Me devolvió los dos céntimos de euro en una monedita y ahí se quedó todo. Pensé en pedir una hoja de reclamaciones como digo por el hecho en sí, no por la cuantía, pero pensé en ella y en las posibles consecuencias y no lo hice. La reclamación habría que ponérsela al gobierno, por no poner las bolsas a cinco euros la unidad y a la cliente anterior por pedir la bolsa cuando ya la cuenta estaba cerrada.