Ayer sábado nos encontramos mi mujer y yo con dos horas libres cuando estábamos situados en la madrileña Puerta del Sol. Tratamos de pensar como simples turistas que no habían preparado el viaje y que algo deberían de ver en ese tiempo. Para ninguno de los dos era posible convertirse así de un plumazo en turistas ya que hemos transitado muchas veces por este enclave, pero tomamos la decisión de acercarnos a uno de los cafés más emblemáticos como es “La Mallorquina”. Yo estuve trabajando a cien metros durante casi seis años y en alguna ocasión, de vuelta al tren cuando ya apretaba el hambre, he pasado por allí a comprar sus famosas napolitanas, pero directamente en el mostrador, para llevar, como se dice ahora con la comida que no se consume en el mismo local donde se compra.
Aunque nunca había subido arriba, el local dispone de un salón en el piso superior, al que se accede por una retorcida escalera. Aunque la capa de pintura parece relativamente nueva, el aspecto que se recibe al acceder a este salón es como de haber retrocedido unos cuantos años en el tiempo, ya que debe de seguir igual que hace muchos y muchos años. A pesar de ser cerca del mediodía, tuvimos la suerte de encontrar una mesa libre, pues se encontraba atestado de gente, prueba de que sigue teniendo su tiro entre el público que visita o vive en la capital.
El número de personas presente era inversamente proporcional al número de camareros que había para atender. Dos o tres iban y venían pero claramente no daban abasto para cubrir la demanda. Tras veinticinco minutos de espera, cuando ya nos íbamos a marchar, uno de ellos se dirigió a nosotros y empezó a limpiar la mesa de los restos que habían dejado los que nos habían precedido. Las mesas están dotadas de mantel de tela y fue curioso como se procedió a la limpieza: una vez retiradas las tazas y platos, volteó el mantel en el aire cual torero en tarde de faena y lo volvió a colocar en la mesa. Las migas y algún que otro resto más fue a parar al suelo, donde ya sería harina de otro costal el barrerlo.
En la mesa no había ninguna carta con las posibilidades que teníamos de elegir nuestra consumición. Cuando el camarero nos prestó atención y le hicimos saber este extremo, hizo ademán de marcharse a por una carta pero rápidamente le retuvimos, claramente presas del pánico de que no volviera en otros veinticinco minutos, y nos limitamos a pedirle una cosa fácil y de poca elaboración: dos cafés y dos napolitanas. Menos mal porque aún así tardó como otros diez minutos en llegar con ellas. Aprovechamos para pagar la cuenta, que fue lo único rápido pues llevaba al cinto un monedero portátil y nos dio la vuelta en el momento.
En esta operación habíamos consumido casi la primera de las dos horas de las que disponíamos. Se imponía un paseo hasta la Plaza Mayor atravesando callejuelas llenas de figurantes que demandaban la atención, y algún dinerillo, de los viandantes. Me llamó la atención un señor, con una bandeja llena de copas con diferentes niveles de agua, que mediante suaves toques en los bordes interpretaba una melodía con una calidad de sonido impresionante para provenir de un roce entre mano y cristal. La Plaza Mayor, sobre la una, estaba llena de gente que ocupaba las terrazas, paseaba, se hacía fotos y deambulaba por allí. Intentamos entrar a la Oficina de Turismo, por aquello de pedir un folleto y preguntar algo, como verdaderos nuevos visitantes de la ciudad, pero desistimos debido a la cola tan impresionante. Por último nos acercamos al remodelado mercado de San Miguel, donde las antiguas tiendas han cedido su sitio a una atmósfera moderna de “delicatesen” y productos de calidad con bares y espacios para consumirlos. Merece la pena la visita pero habremos de hacerla en otra ocasión, más adelante, cuando haya pasado el furor de la reciente inauguración y haya menos gente.
El remate no podía ser otro que el ya clásico bocadillo de calamares en uno de los callejones que dan a la plaza mayor, con su correspondiente cerveza, en un ambiente de los de antes, sucio, grasiento, con el suelo lleno de papeles y restos, pero que rescatan el viejo sabor de los bares de los años setenta, donde todo iba al suelo. Me viene a la memoria, no sé si seguirá funcionando el denominado “El Abuelo” cerca de la calle de la Cruz, donde era típico ir a consumir sus famosas gambas a la plancha, gambas cuyo envoltorio acababa en el suelo.
Aunque nunca había subido arriba, el local dispone de un salón en el piso superior, al que se accede por una retorcida escalera. Aunque la capa de pintura parece relativamente nueva, el aspecto que se recibe al acceder a este salón es como de haber retrocedido unos cuantos años en el tiempo, ya que debe de seguir igual que hace muchos y muchos años. A pesar de ser cerca del mediodía, tuvimos la suerte de encontrar una mesa libre, pues se encontraba atestado de gente, prueba de que sigue teniendo su tiro entre el público que visita o vive en la capital.
El número de personas presente era inversamente proporcional al número de camareros que había para atender. Dos o tres iban y venían pero claramente no daban abasto para cubrir la demanda. Tras veinticinco minutos de espera, cuando ya nos íbamos a marchar, uno de ellos se dirigió a nosotros y empezó a limpiar la mesa de los restos que habían dejado los que nos habían precedido. Las mesas están dotadas de mantel de tela y fue curioso como se procedió a la limpieza: una vez retiradas las tazas y platos, volteó el mantel en el aire cual torero en tarde de faena y lo volvió a colocar en la mesa. Las migas y algún que otro resto más fue a parar al suelo, donde ya sería harina de otro costal el barrerlo.
En la mesa no había ninguna carta con las posibilidades que teníamos de elegir nuestra consumición. Cuando el camarero nos prestó atención y le hicimos saber este extremo, hizo ademán de marcharse a por una carta pero rápidamente le retuvimos, claramente presas del pánico de que no volviera en otros veinticinco minutos, y nos limitamos a pedirle una cosa fácil y de poca elaboración: dos cafés y dos napolitanas. Menos mal porque aún así tardó como otros diez minutos en llegar con ellas. Aprovechamos para pagar la cuenta, que fue lo único rápido pues llevaba al cinto un monedero portátil y nos dio la vuelta en el momento.
En esta operación habíamos consumido casi la primera de las dos horas de las que disponíamos. Se imponía un paseo hasta la Plaza Mayor atravesando callejuelas llenas de figurantes que demandaban la atención, y algún dinerillo, de los viandantes. Me llamó la atención un señor, con una bandeja llena de copas con diferentes niveles de agua, que mediante suaves toques en los bordes interpretaba una melodía con una calidad de sonido impresionante para provenir de un roce entre mano y cristal. La Plaza Mayor, sobre la una, estaba llena de gente que ocupaba las terrazas, paseaba, se hacía fotos y deambulaba por allí. Intentamos entrar a la Oficina de Turismo, por aquello de pedir un folleto y preguntar algo, como verdaderos nuevos visitantes de la ciudad, pero desistimos debido a la cola tan impresionante. Por último nos acercamos al remodelado mercado de San Miguel, donde las antiguas tiendas han cedido su sitio a una atmósfera moderna de “delicatesen” y productos de calidad con bares y espacios para consumirlos. Merece la pena la visita pero habremos de hacerla en otra ocasión, más adelante, cuando haya pasado el furor de la reciente inauguración y haya menos gente.
El remate no podía ser otro que el ya clásico bocadillo de calamares en uno de los callejones que dan a la plaza mayor, con su correspondiente cerveza, en un ambiente de los de antes, sucio, grasiento, con el suelo lleno de papeles y restos, pero que rescatan el viejo sabor de los bares de los años setenta, donde todo iba al suelo. Me viene a la memoria, no sé si seguirá funcionando el denominado “El Abuelo” cerca de la calle de la Cruz, donde era típico ir a consumir sus famosas gambas a la plancha, gambas cuyo envoltorio acababa en el suelo.