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domingo, 15 de septiembre de 2024

CONDUCIR

Hace unos días, un buen amigo llegaba muy contento a una reunión que mantenemos con asiduidad. El motivo era que había conseguido renovar el carnet de conducir: por un año. Lo que para algunos se convierte en un mero trámite cada diez o cinco años, supone un verdadero calvario para los mayores porque la renovación no es baladí además de tener que hacerlas de año en año.

Mi padre nunca tuvo carnet de conducir. Eran otros tiempos, la economía familiar no daba para mantener un coche y simplemente no le puso atención. En una ocasión, en una rifa le tocó un SEAT, pero en lugar de sacarse el carnet prefirió venderlo. Los desplazamientos en coche eran a base de amigos industriales; un frutero, Enrique, nos llevaba a ver los partidos de fútbol de regional del equipo del pueblo y un camionero, Barriguera, nos subía a bañarnos los domingos de verano a las pozas del río en la caja de su camión con las tortillas, los filetes empanados y la ensalada de pimientos rojos. Eran otros tiempos en los que se hacían cosas que resultan impensables, además de prohibidas, hoy en día.

En contraposición, yo me saqué el carnet de conducir en cuanto cumplí los dieciocho años. Trabajaba en una oficina bancaria y el sueldo me permitía colaborar con la familia y adquirir un coche: el SEAT 127 que puede verse en una pobre imagen, pero es la única fotografía que conservo de él realizada por un primo que iba delante en una excursión dominical. Me gustaba conducir, al igual que ahora, pero no en trayectos cortos y repetitivos, como desplazarme al trabajo que estaba a 50 kilómetros de mi casa. No era un problema monetario, pues podría haberme costeado la gasolina que si mis recuerdos no me traicionan estaba en aquella época a 7 pesetas el litro. Al trabajo, a diario, me desplazaba en transporte público, en tren de cercanías.

Con el 127 me dediqué a recorrer la geografía española. Siempre que podía me escapaba a conocer sitios nuevos que era fundamentalmente para lo que quería el coche. Eran otros tiempos y, por ejemplo, llegar desde Madrid a Galicia por aquellas carreteras de los años setenta, atravesando la portilla del Padornelo y el puerto de la Canda fue una experiencia que nunca olvidaré, como no se me han olvidado los nombres.

Luego, a principios de los ochenta y ya en un Renault 14, vinieron los grandes viajes en coche por Europa, llegando a puntos tan distantes como Escocia, el Cabo Norte, Budapest o Atenas. El trayecto del Cabo Norte fueron casi quince mil kilómetros, una aventura apasionante en aquellos años. Mencionaré como anécdota que a los coches de entonces había que cambiarlos el aceite cada cinco mil kilómetros, toda una aventura aunque no lo parezca, en Suecia y Noruega. Menos mal que las gasolineras disponían de un foso y facilidades para hacer yo mismo el cambio. También he tenido la oportunidad en un par de ocasiones de conducir por Estados Unidos haciendo grandes kilometradas recorriendo varios estados.

Pero a lo que vamos: para conducir un vehículo hace falta estar en posesión del carnet de conducir, salvo que seamos unos insensatos y lo hagamos sin él. Nunca lo he perdido en toda mi vida y hasta ahora las renovaciones no han presentado problemas, pero uno va teniendo una edad en la que hay que aplicarse aquello de… «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar». Y si no que se lo digan a mi buen amigo Manolo que tuvo sus lereles en la última renovación al dar con un médico intransigente que le puso en jaque por un tiempo por supuestos problemas cardíacos. Y ojo, que no vale irse a otro centro más laxo porque una vez que has empezado en uno, en ese tienes que rematar la jugada. Al final consiguió renovarlo, pero el susto en el cuerpo no se lo quita nadie.

Pero no es esa la cuestión. La pregunta es ¿tenemos que tomar motu proprio la decisión de dejar de conducir? Siempre he mantenido que el primer y mejor médico es uno mismo. En una ocasión tuve la necesidad de ir de copiloto por Madrid con un señor mayor, algo más de ochenta años, y me pregunté cómo le habían renovado el carné pues se veía a la legua que no estaba en condiciones.

¿Cese voluntario o sugerido? ¿Centros de renovación o familiares al tanto de la cuestión? ¿Después de un percance viendo las orejas al lobo? ¿Por sufrir un accidente o causarlo? Para una persona que ha tenido la libertad de conducir toda su vida puede tomarse como un fracaso, en adición a una pérdida de autonomía y de poder hacer las cosas por sí mismo sin recurrir a los demás. Las implicaciones del cese son altamente emocionales además de sociales y personales. A mayores, se puede incluso llegar a sufrir la vergüenza de sentirse inútil y convertirse en un Yo-Ya: yo ya no estoy para eso.

Conducir es una tarea compleja, muy compleja, tanto en movimientos mecánicos de nuestras extremidades como en la atención y el poner todos los sentidos en lo que se está haciendo además de contar con capacidad de reacción que se va perdiendo con los años. Algunos empiezan a no conducir de noche, luego a no conducir por sitios no conocidos, después a solo para ir al supermercado y luego… Y además se puede empezar a sufrir cosas incongruentes. Supongamos una persona de 67 años, en plenas facultades, con su permiso de conducir en vigor al que le ponen pegas en una compañía de Alquiler de Vehículos por ser mayor de 65 años. Legal o no, está empezando a ocurrir.

Según estudios que ahora mencionaré, en tres de cada cuatro casos el cese fue impuesto y forzado principalmente por cuestiones médicas e incluso por los propios familiares, asumiendo incluso estos la sobrecarga que les supone colaborar con ciertas actividades que realizaba el cesante. Es decir, solo uno de cada cuatro conductores, asumiendo su deterioro, decidió no conducir más y reordenar su vida y sus actividades renunciando a la libertad y la autonomía de conducir. Como dice el refrán, adaptado, «a cada uno le llega su san Martín» con lo que no está de más ir sopesando y repensando el tema cuando se vaya acercando.

Para ayudar en estos asuntos, La Fundación Mapfre ha publicado recientemente un estudio completo en el que se aborda este mundo complejo y que muestra que la edad media en España para dejar de conducir es de 75,5 años. ¿Estamos por encima o por debajo? ¿Cuánto nos queda? Ya se sabe que las medias son eso, medias, pero no dejan de ser orientativas para aquello de poner las barbas a remojar. Para aquellos interesados, el documento puede leerse o descargarse en este enlace.

Como reflexión personal, me gustaría encontrarme cuando llegue la ocasión en ese 25% que renuncia voluntariamente. Porque encontrarse bien y que te retiren el permiso por cuestiones médicas no debe de ser plato de buen gusto.



domingo, 8 de septiembre de 2024

CABECERA

Supongo que es lo que tiene el ir cumpliendo años, cosa que le ocurre a uno y también a los demás. Para lo que hoy quiero comentar me vienen a la cabeza dos frases hechas de esas que tanto me gustan: «todo cambio representa una oportunidad» y «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Contradictorias ambas según desde el punto de vista que se las interprete.

Me va ocurriendo últimamente con frecuencia, pero este verano se ha dado el caso por triplicado. Somos animales de costumbres y al cabo de muchos años tenemos una serie de empresas y profesionales en los que confiamos ciegamente y a los que recurrimos regularmente cuando la situación lo requiere.

Hace muchos años, cuarenta al menos— durante un paseo por Ávila en un día de San Isidro —festivo en Madrid, pero laboral allí— entré en una zapatería que contaba una cierta antigüedad. El zapatero tenía sus años, me atendió estupendamente y me recomendó unos zapatos que me irían bien para mis delicados pies. Tras probarlos unos días comprobé lo magníficos que eran y lo cómodo que me sentía con ellos. Para no esperar a La Almudena pedí un día libre y me fui a ver al zapatero. Tuve suerte porque disponía de cinco pares iguales a los que había comprado con la circunstancia de que en breve cerraría la tienda por jubilación. Le compré los cinco pares y he ido gastando esos zapatos con gran satisfacción a lo largo de estos años. Me queda un último par, ya muy viejito pero que conservo y alguna vez me calzo por aquello de la nostalgia.

Hace ya una decena de años se jubiló Ricardo, mi óptico de confianza en Carabanchel, al que acudíamos toda la familia y algunos amigos. He picoteado por otras ópticas, grandes y pequeñas, tratando de encontrar esa oportunidad que predice el cambio sin éxito. Lo mismo ocurrió con mi podólogo, Cristóbal, al que yo acudía con regularidad dada mi condición de corredor y mis problemas frecuentes con las uñas. No he vuelto a encontrar (todavía) ninguno (o ninguna) cómo él.

Como digo, este verano… tres a falta de una. El jefe del taller mecánico de coches al que llevo acudiendo una treintena de años se ha marchado. Le faltaba poco para la jubilación, pero se ve que su vida ha tomado otros derroteros. Supongo que los mecánicos seguirán por allí, pero la confianza que te daba al escucharte y solucionar tus problemas no la he encontrado en su sustituto. Veremos.

La segunda ha sido el albañil que hacía las reparaciones caseras, bien por mantenimiento regular bien por avería. Cuando le llamé este verano me dijo que me iba a hacer una excepción conmigo en atención a los muchos años, porque se iba a jubilar en septiembre y ya no cogía encargos. La pregunta que le hice fue: ¿Y ahora que hago yo cuando tenga necesidad? ¿A quién llamo? Se encogió de hombros y no conseguí que me recomendara un sucesor. Sus motivos tendrá, con lo que habrá que irse buscando la vida en este asunto para cuando llegue la próxima.

Y la última ha sido esta misma semana. A primeros de septiembre, desde que vivo en esta casa que ya supera los treinta años, llamo a una empresa que me hace la revisión de la caldera de gasoil. Siempre han venido las dos mismas personas: Alex o Juan Manuel. E incluso me cambiaron la caldera cuando la primera dijo basta. Pues bien, ya me han dicho que se retiran a fin de año y que por ello al año que viene su teléfono no tendrá respuesta a mi llamada. Y cuando he solicitado que me recomendaran otra empresa, la callada por respuesta. Siempre es un compromiso.

Hace años, por seguridad, instalé unas rejas en la terraza de la cocina que da a un patio interior y que era algo accesible a los amigos de lo ajeno. El herrero que me las confeccionó hizo su trabajo y yo quedé satisfecho con él. Como ocurre en algunas ocasiones, un vecino de enfrente que presenció la operación, me pidió el teléfono para hacer lo propio en su terraza. En qué hora. Tuvo muchos problemas con el herrero e incluso me dio quejas de él no explicándose como yo se lo había recomendado, cosa que no hice: solo le facilité el contacto.

Se impone empezar a tomarse en serio estos asuntos y ser previsor, porque más vale prevenir que curar. Asediaré a preguntas a mis familiares y amigos de la zona para que me recomienden empresas o personas en estos asuntos que se me van quedando cojos porque el tiempo se pasa volando y hay que estar preparado para cuando llegue la ocasión, que por lo general será de modo intempestivo y sin avisar.

Aunque ahora se los llama «de familia» toda la vida se los ha llamado «de cabecera». Me refiero a los médicos que nos atienden de forma primaria para evaluar nuestro problema de salud y en caso de no poder tratarle, derivarnos a un especialista. En algunas Comunidades Autónomas es de libre elección, al menos de forma teórica porque los mejores van agotando sus cupos y es imposible cambiarse a ellos.

Aunque no es usual tener un fontanero, un mecánico o un «xxx» de cabecera, en el fondo la idea es la misma. Se trata de disponer en nuestra agenda de teléfonos de profesionales o empresas a las que recurrir en caso de necesidad, en la confianza de que no nos darán un sablazo o nos harán una chapuza, que de todo hay en la viña del Señor. Y muchas veces el problema no es llamar a alguien, sino ¡conseguir que venga! en tiempo y forma.

Además, todo ello es especialmente delicado cuando se trata de personas o propiedades. Dejar a nuestros familiares, niños o padres, en manos de alguien o dejar una llave de nuestra vivienda a una persona que asista regularmente para limpieza o plancha puede representar un verdadero problema especialmente en los primeros contactos. Es verdad que en estos casos la tecnología viene en nuestra ayuda con cerraduras inteligentes o cámaras de vigilancia controladas desde el móvil desde cualquier parte del mundo.