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domingo, 9 de octubre de 2011

deSOLaSOL

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Cuando yo era pequeño, muy pequeño, y de esto hace ya algunos años, las jornadas laborales cumplían aquellos dichos populares que más bien parecían maldiciones bíblicas de “ganarás el pan con el sudor de tu frente” y “trabajarás de sol a sol”. Incluso lo de sol a sol era un eufemismo dado que los trabajadores salían de sus casas de noche y volvían a ellas bien entradas la misma, especialmente en invierno donde las horas de luz solar son mucho más reducidas.

El mantener a una familia, por lo general extensa en cuanto al número de hijos y en algunas ocasiones con algún ascendiente añadido, obligaba a realizar largas jornadas en muchos casos en dos entornos distintos: era aquello del pluriempleo si se realizaba en dos empresas o de las horas extraordinarias realizadas en la misma empresa. Como muestra, en aquella España de los sesenta del siglo pasado, mi padre era de los pluriempleados. Por la mañana, desde las ocho de la mañana a las tres de la tarde ejercía de cartero urbano y tras una breve comida y pequeña cabezadita en casa, marchaba para estar de cinco de la tarde a diez de la noche laborando como administrativo en una empresa de jardinería y luego de construcción. Un total de doce horas efectivas de trabajo al día y seis días a la semana, pues no podemos olvidar que por aquellas fechas el sábado era un día laborable normal, incluso los chicos teníamos colegio por la mañana.

Por los siguientes setenta, y con cuentagotas, se iban consiguiendo algunas mejoras sociales en los entornos laborales. Yo llegué al mundo laboral cuando se estaba instaurando en la banca la jornada continuada de ocho a tres, que sus buenas manifestaciones y algaradas costó, y eso que eran tiempos todavía de dictadura. Era una bendición, pues el disponer de la tarde libre permitía hacer otras cosas que no fueran estrictamente trabajar. No fue mi caso pues las horas extraordinarias eran casi obligadas ya que había mucho trabajo y estaba todo por hacer. No me quejo, ya que aunque no fue una cosa voluntaria estaban bien retribuidas y permitían llevarse a casa una buena bolsa que venía bien en aquellos años para mejorar la situación familiar, de mis padres, hermanos y abuela.

En estos últimos años hemos visto como de forma vertiginosa todos aquellos logros han sido desterrados de un plumazo. Vuelve la jornada, no ya de sol a sol, sino de lunes a viernes, eso sí, con un hora para comer… un bocadillo sentado en la acera que la cosa no da para más. Y yo añadiría que con los calzoncillos o las bragas limpias preparadas por si hay que quedarse por la noche o salir corriendo a otra provincia e incluso a otro país para poder cumplir con las exigencias laborales más diversas. Y lo peor es que en muchos de los casos todas estas exigencias no se ven compensadas en ninguna forma, ni con más salario ni con días libres.

Esto de los días libres fue una fórmula que yo utilicé para de alguna forma controlar a los jefes malos. En empresas grandes, las horas extraordinarias no las pagaban los gestores malos de su bolsillo, por lo que no tenían ningún reparo en organizar “saraos” los domingos o las noches e “invitarnos” a participar en ellos. Yo no me negué, ya que en algunas ocasiones era necesario para la buena marcha del negocio, pero opté por la fórmula de la compensación en días libres. No quería o no necesitaba más dinero y esta opción de los días de asueto obligaba a un control más exhaustivo. Si me hacían ir un domingo, pongamos 10 horas, al considerar las festivas como triples, me debían 30 horas, casi una semana. Yo estaba deseando que me hicieran ir cuantos más domingos mejor, pero con esta manera de compensación se lo pensaba muy mucho.

Tal y como están las cosas, hogaño hay que tragar con todo. El despido, que siempre ha sido libre aunque no gratuito, se está abaratando a pasos agigantados pero de las compensaciones que deberían venir de forma paralela nadie habla ni quiera hablar. Hay crisis y con ello todos, jefes, patrones, sindicatos y gobiernos, tienen patente de corso para hacer lo que les venga en gana. Ya hemos visto los resultados de las medidas urgentes tomadas por el gobierno a mediados de 2010 para abaratar las compensaciones por despido. Como si eso fuera a disparar las contrataciones. Yo sé de uno concreto que le ha venido muy bien para echar materialmente a la calle a ocho de sus empleados con más antigüedad, y por supuesto más conocimientos de su trabajo, y sustituirlos por otros ocho que, además de ganar una miseria, tragan con todas las condiciones que al patrono tenga a bien ocurrírsele en el momento del contrato. Y si alguna no se le ha ocurrido, la añade después sin ni siquiera ponerse colorado.

El empleo estresa mucho pero el desempleo estresa aún más, máxime cuando las historias en las que nos hemos metido, léase hipoteca, cochazo y pantalla plana extrafina y extra gigante, ahogan nuestra cuenta y hacen que no llegue a fin de mes. Estamos cogidos, hemos caído en las redes. Nos han engañado, y nos hemos dejado engañar, y ahora podemos protestar, echar la culpa a los banqueros, al gobierno y al maestro armero, pero los que estamos “perocontentos” somos nosotros. A ver si vamos aprendiendo, aunque lo dudo. Esta crisis pasará, como han pasado otras, y volveremos a tropezar en la misma piedra de seguir embobados con lo que nos digan o nos cuenten sin tomar conciencia de la realidad y obrar con un mínimo de seso.

Conciliación de la vida familiar…… váyanse al guano.
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La socióloga norteamericana Juliet Schor (1991) deja constancia en su obra The Overworked American, de la inversión, en los EE.UU. finales de siglo pasado, de una tendencia histórica a la disminución progresiva del tiempo de vida dedicado al trabajo, tarea que ella imputa a las nuevas condiciones (neoliberales) del mercado de trabajo, por las que la gente se ve forzada a trabajar más (tiempo), más duramente y por menos (dinero) para mantener un nivel de consumo al que no quiere renunciar. Este fenómeno preocupó al politólogo James Putnam (2001), para quien el tiempo de sobretrabajo se resta especialmente de la vida social y de la participación política; lo cual no sólo supone una amenaza para el capital social de las personas, sino también para la misma democracia.
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