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Tierra, mar y aire, tres elementos en los que los seres vivos se desenvuelven de mejor o peor manera según su constitución física y su destino tras la creación. La evolución en su forma adaptativa es importante cuando una especie, a base de intentarlo durante milenios, ha conseguido salir de un ambiente y se ha adaptado a otro. Las personas, hoy por hoy, somos de tierra y dudo que por medios naturales podamos adaptarnos a los otros medios salvo que estuviéramos unos cuantos milenios intentándolo. Lo que sí que podemos es tener nuestras preferencias. En mi caso soy más de aire que de agua, aunque tampoco me prodigo mucho en ninguno de estos dos elementos.
Hace ya más de doscientos años que los hermanos Montgolfier, Joseph y Jacques, diseñaron el primer globo aerostático capaz de poner seres humanos en al aire, un medio hasta entonces reservado a otros seres vivos. Desde entonces han evolucionado mucho los materiales y no es necesario hacer una fogata en la barquilla del globo para proporcionar el aire caliente que lo sustenta: unas buenas botellas de gas y unos quemadores controlados con maestría por el gobernante hacen subir y bajar el globo con una precisión que parece increíble a ojos de los profanos, hasta el punto de poder arrancar limpiamente la hoja de un árbol tras pasar rozando su copa.
Las vivencias son los ladrillos que van modelando a cada persona, oía decir a un amigo y no sé si es cosecha propia o de alguna de las múltiples frases que nos hacen pensar cuando las leemos. La experiencia de subir a una cesta suspendida de un trozo de tela relleno de aire caliente era un asunto que tenía pendiente y no por no haberlo intentado con anterioridad, pero con resultado negativo en dos ocasiones, que se habían visto frustradas por lo que generalmente se abortan este tipo de aventuras: las condiciones meteorológicas, y en especial el viento que en cuanto sea un poco movidito a nivel de tierra convierte en una tarea imposible el montaje del globo y el despegue. En las capas superiores de la atmósfera el viento te lleva y te trae hacia donde sopla y poco puede hacer el piloto salvo subir o bajar para entrar o salir de una determinada corriente de aire.
Este verano, un amigo y su mujer, Luis y Amelia, me hablaron de que estaban realizando vuelos en globo con un más que conocido suyo que se dedicaba a ello, de forma comercial es verdad, pero con el entusiasmo con el que hacen las cosas las personas que ponen su ilusión y su energía por encima de lo meramente económico. Laureano es un tipo de estos, una persona que ama lo que hace, que vive todo lo que sea desplazarse por el aire y que cuenta con una dilatada experiencia desde hace muchos años y que las personas interesadas pueden ver en su estupenda página web CIRROS.
El madrugón mereció la pena. Antes de que amaneciera ya estábamos en el campo de despegue, en los aledaños y bajo la atenta mirada de la catedral de Segovia, preparando la barquilla, desplegando e hinchando el globo, siguiendo las explicaciones de Laureano y su equipo. Antes de amanecer se concentraron en ese mismo campo hasta nueve globos, lo que brinda un espectáculo multicolor que merece la pena ver incluso aunque nos vayamos a quedar en tierra. Nuestro globo estuvo preparado el primero y aunque un ligero problema nos hizo deshincharle ligeramente y volverlo a poner operativo, a las 08:26 levantamos el vuelo.
“Al que madruga Dios le ayuda” dice el refrán. Y la madrugada y el buen hacer de nuestro piloto nos hizo disfrutar de un espectáculo nuevo sobre los tejados de la castellana ciudad de Segovia: ver amanecer y atardecer en un breve espacio de tiempo. Solo se trata de hacer subir el globo para la amanecida y bajarle para la atardecida, aunque sea un poco artificial. En la hora que duró el vuelo alcanzamos los mil metros de altura y también volamos ras de suelo, con permiso de los numerosos tendidos de cables de tendidos eléctricos que inundan los campos, pudiendo divisar conejos, milanos y hasta un zorro. Las atentas y cariñosas explicaciones de Laureano, atento en todo momento a la navegación pero compartiendo con nosotros algunas de sus muchas experiencias, como sobrevolar los Andes, alcanzar los doce mil metros de altura y saltar en paracaídas desde un globo, entre otras muchas a lo largo de muchos años, hicieron del viaje una experiencia inolvidable.
Tras la suave posada en tierra, una copa de champán bien fresquito como mandan los cánones y un diploma acreditativo de nuestro bautizo en globo, nos dejaron un regusto que tardaremos años en olvidar. Una experiencia que recomiendo. Aunque como todo en esta vida hay que pagarlo con el maldito dinero, merece la pena y cuando se comprueba el despliegue de medios y personas que necesita este tipo de operaciones uno da por bien empleados los eurillos. Tampoco es una cosa que se vaya a hacer todos los días. El globo en el que viajamos tiene capacidad para diez personas aparte del piloto. Una buena experiencia para juntarse diez amigos, o cinco matrimonios, y organizar un vuelo cuasi privado donde poder disfrutar de una experiencia inolvidable que se puede complementar con un paseo y una comida en uno de los muchos restaurantes que nos brinda la ciudad o los pueblos de alrededor.
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