Más que profunda, honda y oscura. Ya hace años que se acuñó el término de
«La España profunda» para designar no solo hechos sino lugares que parecían detenidos en el tiempo y que por mucho que el resto avanzase, lentamente, hacia un poco de modernidad, se resistían contra viento y marea. Estamos ya bien entrados en el siglo XXI y uno se hace de cruces cuando encuentra, en los sitios más insospechados, situaciones que parecía que estaban erradicadas desde hace años.
Con periodicidad anual, un grupo de cinco amigos hacemos una excursión con nuestras mujeres a pasar el día en alguna localidad que esté a tiro de coche de Madrid y nos permita hacer la ida y la vuelta en una sola jornada. Buscamos algún atractivo turístico visitable, dar una vuelta, tomar el aperitivo y, como ocurre siempre con toda reunión de españolitos que se precie, almorzar. Parece que lo más esperado del día es la comida donde alrededor de una mesa se pueden intercambiar opiniones, chistes y chascarrillos que hacen la jornada más agradable.
A lo largo de estos últimos años hemos visitado iglesias, castillos, conventos, bodegas, museos y localidades. Uno de nosotros se encarga de preparar el viaje y lo hace a conciencia, preocupándose con mucha antelación de investigar los sitios, ver las posibilidades, establecer la ruta y los horarios, hablar por teléfono con oficinas de turismo e incluso señoras de la limpieza de los ayuntamientos, sin olvidar por supuesto el rey de la información en nuestros días: internet. Pero no siempre toda esta concienzuda preparación es sinónimo de éxito.
Ayer nos dirigimos a una localidad turística por excelencia y conocida desde hace varias décadas: Candeleda, en la vecina provincia de Ávila. Yo tengo que decir que ya la había visitado en varias ocasiones, la primera en la década de los setenta del siglo pasado y como me viene ocurriendo últimamente con muchas localidades, la comparación de lo que son en la actualidad con los recuerdos que yo tengo no se sostiene. Vamos, que no me gustó nada de nada ni pude encontrar el saborcillo y regusto que recordaba de mis primeras visitas. Los pueblos crecen, adelantan, se modernizan, se «coca-colizan», las casas viejas son sustituidas por nuevas y no siempre conservando realmente el sabor de las antiguas. No seré yo quien diga que no tienen que progresar, pero el progreso, si no se cuida en extremo, lleva muchos cambios que pueden alterar el sabor de un pueblo o ciudad.
El caso es que debo estar gafado, porque en la última vista que realicé, un fin de semana de hace unos quince años, tuvimos que salir del pueblo escoltados por la Guardia Civil por haber pedido en el hostal donde los alojamos, con exquisita educación, las hojas de reclamaciones para expresar de forma educada y siguiendo las normas, un desacuerdo con la factura del hospedaje. Y ayer no llegamos a eso porque no nos pusimos en nuestro lugar, pero podría habernos ocurrido.
En la imagen que acompaña a esta entrada se puede ver la nota del restaurante donde comimos ayer. A poco que nos fijemos veremos que los precios no son precisamente de una tasca: dieciocho euros por las carnes tipo solomillo o chuletón no es mucho pero tampoco es baladí. No voy a entrar en pormenores y detalles, pero de los tres entrantes que pedimos para compartir, dos de ellos se quedaron casi íntegros en los platos, salvo la cantidad mínima para probarlos por parte de diez personas, si es que llegaron a probarlos todos ante los comentarios unánimes de los demás.De los segundos, que llegaban casi fríos a la mesa, uno fue devuelto directamente y de dos se solicitó que fueran pasados por estar casi cruda la carne. El camarero, amable y atento, no sabía ya que decirnos ante nuestras preguntas y comentarios, con lo que al final optó casi por ni venir a la mesa. En los postres pretendíamos refugiarnos en productos envasados, como helados por ejemplo. Pues no, no tenían helados, nos argumentaron que en invierno no se los servían. Sin comentarios. Aun así cuatro de nosotros se atrevieron con postres caseros.
Tras todas estas referencias y sucedidos, nos traen la cuenta que pueden ver en la imagen y nos dicen que la abonemos en la barra del bar. Ni una sola referencia al establecimiento, ni C.I.F., ni I.V.A. que por supuesto estaba incluido en los precios según figuraba en la carta… nada de nada. Discutimos entre nosotros sí solicitar una factura en condiciones pero ante la posibilidad de follones y mis recuerdos de la vez anterior, optamos por abonar religiosamente y largarnos de allí con viento fresco y lo más deprisa posible, por si las moscas.
Un día que se prometía agradable, que nos costó una «pasta» entre la entrada al museo, aperitivos, gasolina de los coches y restaurante, acabó como el «Rosario de la Aurora» por culpa de un restaurante que no debía de estar ni abierto al público y que ni siquiera me molesto en mencionar para no herir susceptibilidades. Resumiendo, «La España profunda» sigue vigente a la vuelta de la esquina.