La cotorra es, como todo el mundo sabe, «un ave prensora americana, parecida al papagayo, con las mejillas cubiertas de pluma, de cola y alas largas y puntiagudas, y colores varios, en que domina el verde». Pero en los usos del español, por extensión y de forma familiar se usa el término para referirse a una persona habladora. Con ello, el título de esta entrada del blog no resulta muy adecuado, porque me quiero referir a máquinas y no a personas.
Hacía tiempo que no utilizaba el Metro de Madrid pero las fechas en las que estamos y el hecho de acompañar a la familia en las compras de última hora por el centro de la ciudad me hicieron presenciar un hecho que no recordaba. Hace ya años que las pantallas se instalaron en las estaciones de Metro pero hasta donde yo recordaba eran mudas, estaban continuamente vomitando noticias, recomendaciones y anuncios pero no eran molestas, ya que se trataba de no prestarlas atención y punto. En mis viajes en transporte público, desde los tiempos inmemoriales, me han acompañado los libros porque cualquier momento era bueno para devorar unas cuantas páginas. Las esperas en el andén eran momentos adecuados para la lectura.
En su día ya lo pensé. Era cuestión de tiempo que la mudez pasará a mejor vida y las pantallas empezaran a bombardear a los viajeros; salvo que te armes de unos tapones para los oídos, cuestión poco recomendable porque es necesario poder oír ciertos ruidos simplemente por seguridad. Por mucho que te quieras retraer y aunque no mires la pantalla no te puedes escapar de la cháchara a la que te quieran someter los irresponsables que gobiernan las noticias, pues ya se ocupan de establecer el sonido a un volumen lo suficientemente alto para aturdirte los oídos para que, salvo que tengas una capacidad de abstracción profunda, te resulte imposible sustraerte a los mensajes.
Las agresiones en las zonas públicas a las personas son cada vez menos evitables, especialmente en las zonas de las ciudades o sus accesos con concentración alta de público. Supongo que en las plazas del Puerto de San Vicente o Villa te Empujo de Abajo no se le ocurrirá a ningún pensante poner pantallas porque pasan cuatro personas a lo largo del día por ella y no van a conseguir nada con ello. Hace años retiraron de las carreteras los anuncios publicitarios con la excusa de que distraían a los conductores que se podían ensimismar leyendo los anuncios y con ello dejar de prestar atención a la conducción y provocar accidentes. Incluso uno de los símbolos por antonomasia españoles en nuestras carreteras, el famoso toro de Osborne, estuvo a punto de sucumbir a la piqueta cuando ya me dirán Vds. la distracción que podía producir en los chóferes. Con el tiempo se ha visto que todo era una añagaza para alterar el statu quo comercial de los anuncios en carretera. Ahora se pueden ver enormes pantallas con imágenes brillantes y, lo que es peor, continuamente cambiantes, que sí que distraen y de qué manera a los conductores. Incluso en autopistas donde los atascos a ciertas horas son continuos, como por ejemplo la famosa cuesta de las Perdices en el acceso a Madrid por la carretera de La Coruña.
La foto que acompaña está imagen está tomada en la estación de Argüelles del Metro de Madrid. La pantalla que se ve en ella no es la única de la estación y en la foto no se puede escuchar la propaganda que yo calificaría de política con la que nos castigaron a todos los viajeros. Para gustos hay colores y habrá viajeros que disfruten con ello ya que les sirve de distracción, pero hoy en día cada uno llevamos nuestra distracción encima, generalmente en forma de teléfono inteligente, libro o revista, con lo que por lo general estas alocuciones lo único que hacen es molestar en la mayoría de los casos. Las noticias aparecen en texto en la parte inferior de las pantallas, con lo cual el que está interesado puede leerlas.
La cosa no se queda aquí. Estas agresiones en forma de pantalla no se limitan a espacios cerrados y más o menos privados. Cuando se transita por las aceras de ciudades y pueblos, especialmente en momentos de poca luz al atardecer, la agresión luminosa vuelve a las andadas en forma de pantallas en los escaparates y anuncios luminosos, por lo general en movimiento, que convierten en un suplicio el paseo. Por poner un ejemplo con los que más me chirrían y me molestan, los de las farmacias, esas cruces verdes y rojas, de gran tamaño, haciendo dibujitos con sus apagados y encendidos que lo que me dan es ganas de volver a mis tiempos de chaval, coger una piedra, cargar el tirachinas y apagarlos para siempre. No sé a ciencia cierta si de regular estos luminosos se ocupan y preocupan las ordenanzas municipales, pero deberían hacerlo para hacer las calles más agradables a los peatones.
Hace ya muchos años, quedé sorprendido en la plaza de Times Square en Nueva York por la cantidad de pantallas de gran tamaño que arrojaban imágenes continuamente que embobaban a los transeúntes que las prestaban atención. En esta semana he visto la situación repetida en la plaza de Callao de Madrid o en el Paseo de la Castellana esquina a José Atascal, perdón, Abascal, en que estaría yo pensando. Las cosas que ocurren en Estados Unidos acaban llegando tarde o temprano a España, con independencia de que sean buenas o malas.