Tras más de diez años escribiendo una entrada semanal en
este blog, uno corre el riesgo de repetirse en sus ideas. Lo bueno es que
siempre están los buscadores para repasar electrónicamente lo escrito y
verificar si ya se ha hablado de un determinado asunto. Este ha sido el caso.
Reproduzco parte de lo que escribía hace años en otra entrada:
Pudiera ser que uno de los índices de
progreso de un país se estableciera en función de la cantidad de desechos que
genera cada habitante. En mi infancia tuve la oportunidad de vivir en dos
ambientes por aquello de ir a pasar una parte amplia de las vacaciones de
verano al pueblo de mi madre, un pueblo eminentemente agrícola por aquellas
fechas de la provincia de Toledo. Si en aquel pueblo el índice de progreso
hubiera estado en función de la basura que cada familia generaba, el progreso
estaría por venir. Nada iba a la basura en el sentido en que lo entendemos hoy.
Envoltorios, envases y «bricks» no existían, de las mondas y residuos orgánicos
daban buena cuenta los marranos y las gallinas, del aceite usado se hacía jabón
y el resto era buen abono para que en la huerta crecieran las hortalizas sin
los abonos y pesticidas que poco a poco nos están matando a todos. Residuos
cero.
En la otra vivencia, un pueblo más o menos
adelantado, sí que se producía basura, pero en una cantidad mínima,
fundamentalmente por lo ya comentado de que los envoltorios y envases brillaban
por su ausencia. El lechero vertía directamente la leche en la cazuela casera,
el aceite se compraba a granel en la tienda de ultramarinos y los yogures y
bebidas tenían su preceptivo cambio de casco en la venta. La fruta se
despachaba envuelta en papel de periódico que luego servía para forrar el cubo
de la basura y que no se manchara mucho. ¿Qué era eso de las bolsas de
plástico, y de colores, en los cubos de basura? Mejor dicho, ¿Qué era eso de
las bolsas de plástico?
Los humanos somos especialistas, cada vez más, en generar entropía
para luego tener que revertir los procesos con un esfuerzo descomunal. Como en
alguna ocasión menciono, el tráfico es un índice explicativo de esto. Durante
años insistimos en hacer caso omiso de las señales de tráfico y con el tiempo
asistimos a fuertes multas ─caso radares─ o a llenar las ciudades de barreras
─bolardos en las aceras─ para hacernos entrar en razón. Otro ejemplo: en lugar
de desplazarnos andando a muchos sitios, utilizamos el coche, para luego tres
veces por semana ir al gimnasio.
Lo que puede verse en la imagen de esta entrada bien pudiera
ser una comida tipo de una persona hoy en día, que llega a casa tras el trabajo
y no gusta de cocinar. Una ensalada abundante de lechuga con espárragos, atún y
huevo duro regada con una cerveza sin alcohol y de postre un yogurt. Todo muy
sano y casi natural, pero envasado en plásticos y latas que irán a parar a la
basura o al contenedor de reciclado si somos cuidadosos. Como se suele decir,
para no tener que limpiar, lo mejor es no ensuciar, es decir, para no reciclar
lo mejor sería no desechar.
Yo creo que todo esto empezó con los cambios drásticos en
los modos de hacer la compra. Cuando se abandonó la compra diaria, que era
básica en aquellos tiempos no tan lejanos en los que no había frigoríficos en
las casas, florecieron las grandes superficies, con pocos empleados, donde era
fundamental tener todo envasado de forma que fuera el propio cliente el que directamente
tomara los productos.
En los primeros momentos, recuerdo ir a una gran superficie
con los cascos de cristal de las bebidas y cambiarlos por tickets canjeables
antes de entrar. Pero claro, esto implicaba la reserva de un gran espacio para el
supermercado para almacenar los vidrios vacíos, una retirada de los mismos por
la casa envasadora y una posterior limpieza y reetiquetado para ponerlos en
circulación de nuevo. Poco práctico y costoso. Lo mejor era endosar el coste a
«otros», consumidores u organismos públicos, y dejarnos de zarandajas. Así
nacieron los plásticos y las latas para las bebidas que luego se extendieron a
otras muchas más cosas.
Somos del género tonto, pero es muy difícil resistirse. Hace
años un amigo que trabajaba en una fábrica de latas de bebidas, me dijo que el
coste de una lata era de 13 céntimos de euro. Puede seguir igual, haber subido
o bajado, pero en todo caso somos los consumidores los que tiramos esos 13
céntimos o lo que sea a la basura, generando unos residuos que ocasionan nuevos
costes bien para el medio ambiente, bien para organismos públicos que se
encargan de su reciclado. En países como Alemania y Noruega han revertido esta
situación, volviendo a los envases retornables, reduciendo unos costes para el
consumidor y sobre todo evitando llenar la naturaleza de plásticos, bricks y latas.
Aquí hay una primera toma de conciencia con las bolsas de plástico,
pero es muy común, demasiado común, ver como el precio de cinco céntimos que cobran
por cada bolsa no exime a los compradores de seguir con el tema. Sería buena
una propuesta de cada bolsa costara 1 euro para ver si así entramos en razón y
tenemos la precaución de llevarnos la bolsa de casa, como se hacía antaño. Parece
que solo atendemos al jarabe de palo, pero el jarabe y el palo tienen que ser
lo suficientemente contundentes para que costumbres arraigadas sean erradicadas
de golpe. Los 5 céntimos de coste de cada bolsa no erradican nada por lo que se
puede constatar con frecuencia.
Cuando entramos en zonas de comodidad personal, aunque sea a
coste alto para «otros» es muy difícil revertir la situación de forma voluntaria.
Tenemos conciencia de que estamos destrozando el planeta, pero resulta difícil tomar
posturas personales cuando nos vemos envueltos en una dinámica en que los otros
actores no quieren saber nada del asunto.