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domingo, 11 de abril de 2021

TIBERIO


 

Aunque no nos lo parezca, los usos y costumbres se repiten machaconamente con el paso del tiempo, si bien puestas al día con nuevos archiperres. De todos es bien sabido que el ruido es una delicia para quién lo produce y muy desagradable para el sufrido que lo tiene que soportar. Un tamborilero aporreando su tambor lo más fuerte posible o un motorista con el tubo de escape trucado acelerando a tope disfrutan como enanos mientras martirizan los oídos a los que tienen la mala suerte de estar cerca o cruzarse en su camino. Un sucedido de esta semana que referiré al final me ha llevado a escribir estas líneas.

Hace una cuarentena de años, en 1981, observé un hecho insólito. El hecho de estar en otro país lo acrecentó. Devorábamos kilómetros camino de traspasar el Círculo Polar Ártico para contemplar el Sol de Medianoche, un evento que sorprende por estar el Sol en el cielo sin ponerse las 24 horas del día. Uno de los puntos de parada fue la ciudad noruega de Trondheim, famosa entonces por sus industrias conserveras de salmón ahumado. Paseando por la ciudad, observamos un hecho que nos llamó la atención. Cuatro jóvenes estaban bebiendo alrededor de un coche que tenía la música a tope, en unas calles vacías, aunque eran las seis de la tarde del mes de junio. De manera súbita, cogieron sus latas de bebida, se metieron a toda prisa en el coche y arrancaron derrapando para pararse en la misma calle cien metros más allá. Se bajaron del coche, retomaron sus cervezas, música a tope… Observamos el hecho varias veces y con distintos actores.

Lo de provocar ruido desmesurado y llamar la atención es una práctica habitual, especialmente molesta si se hace en ambientes no predispuestos a ello o no programados de antemano. Recuerdo en épocas pasadas los grupos de jóvenes en parques o incluso en la propia ciudad con aquellos radiocasetes enormes al hombro y la música a todo volumen. También se pusieron de moda los denominados «walkman» que permitían llevar consigo la música a todas partes y a todas horas, si bien era utilizando los cascos, lo que no impedía molestar a los contiguos a base de reventarse los oídos propios con volúmenes de sonido particularmente altos.

Una versión de ruido ambulante que se sigue viendo hoy en día es la del coche con un equipo de sonido potente dando vueltas por las calles con el ¡zumba que te zumba! a todo volumen para llamar la atención mientras se molesta al vecindario y a los transeúntes. Lo suyo sería llamar a la policía municipal y facilitar la matricula del concertista y la zona para que le localizaran y le recetaran un «calmante» que apaciguara sus ruidos.

Como decía al principio, lo de esta semana ha sido un poco más de lo mismo, pero, eso sí, mucho más moderno. Un jovenzuelo solitario, andando por el centro de las calles, con un enorme altavoz inalámbrico bluetooth seguramente conectado a su móvil esparciendo una música cañonera molestosa que hacía daño a los oídos. Versión actualizada de aquellos radiocasetes tipo maleta. Lo curioso del caso es que iba solo y si tenía la posibilidad de llevar el altavoz y un móvil seguro que también llevaría unos cascos capaces de reservar para sí mismo el tormento y dejarnos en paz a los demás.

Cosas veredes, amigo Sancho… El caso es montar tiberio, esto es, ruido, alboroto...