No recuerdo claramente si en mis estudios de bachillerato, en aquel libro de historia con algunas, pocas, fotos en blanco y negro, aparecía el Monasterio de Santa María de Moreruela.
Con ocasión de un periplo corto, de fin de semana, por tierras zamoranas, cuando me encontraba perdido en carreteras interiores a la búsqueda del lagunar de Villafáfila, una desvencijada señal de tráfico de las antiguas anunciaba un desvío a un monasterio, a poco más de tres kilómetros. Había que desviarse y hacer siete kilómetros de más entre ida y vuelta pero por aquello de explorar y descubrir nuevos sitios nos dirigimos hacia allí.
El conjunto es sorprendente, grandioso. Como en todas estas tierras, lejanas de la civilización y del bullicio, reina la paz y la tranquilidad. El silencio solo se ve roto por el crotorar de las cigüeñas, muy abundantes, o de los múltiples pajarillos que pululan por allí. El monasterio está enfrascado en una restauración que se me antoja imposible, pero hace que su entorno este cuidado, disponiendo de un espacioso aparcamiento donde dejar el coche.
Cuando accedo a este tipo de lugares, que debieron de tener una vida intensa en otros tiempos, trato de imaginarme como podía ser el lugar en todo su esplendor, con sus monjes “ora et labora” con la iglesia y el claustro a pleno funcionamiento en un oasis de paz y tranquilidad que se palpa hoy día y que en la época de construcción del monasterio, allá por el siglo XXIII debió de ser espectacular. Se le atribuye el ser la primera construcción de la orden del Císter, los monjes blancos, en España aunque como sobre todo se investiga esto ha sido objeto incluso de una tesis doctoral. La sencillez y esbeltez del románico se puede contemplar aún en medio de estas ruinas que solo son un vestigio de lo que en su día debió de ser.
Las cigüeñas, en gran número, han tomado posesión de las alturas y han ubicado allí sus nidos, no solo en los muros y torres del monasterio, sino en arboledas cercanas. Que mejor sitio para vivir, en el fondo un poco de envidia si aflora a mis pensamientos. Rodeando el monasterio podemos llegar al ábside que es una de las zonas mejor conservadas. Un prado verde amplio permite la contemplación desde varios ángulos de esta magnífica obra arquitectónica, característica del románico palentino pero que aquí se ha llevado a su máxima expresión. La piedra está perfectamente trabajada y conjugada para formar un conjunto agradable y armonioso que alegra la vista y el espíritu.
El deambular sin rumbo entre las ruinas, apreciando detalles de lo que existe y de lo que pudo existir es una forma estupenda de relajación y reencuentro con uno mismo. Nada salvo el canto de los pajarillos perturba la armonía del lugar, armonía que penetra en el interior de uno mismo y genera un estado de bienestar casi olvidado por el trajín de la vida.
Con ocasión de un periplo corto, de fin de semana, por tierras zamoranas, cuando me encontraba perdido en carreteras interiores a la búsqueda del lagunar de Villafáfila, una desvencijada señal de tráfico de las antiguas anunciaba un desvío a un monasterio, a poco más de tres kilómetros. Había que desviarse y hacer siete kilómetros de más entre ida y vuelta pero por aquello de explorar y descubrir nuevos sitios nos dirigimos hacia allí.
El conjunto es sorprendente, grandioso. Como en todas estas tierras, lejanas de la civilización y del bullicio, reina la paz y la tranquilidad. El silencio solo se ve roto por el crotorar de las cigüeñas, muy abundantes, o de los múltiples pajarillos que pululan por allí. El monasterio está enfrascado en una restauración que se me antoja imposible, pero hace que su entorno este cuidado, disponiendo de un espacioso aparcamiento donde dejar el coche.
Cuando accedo a este tipo de lugares, que debieron de tener una vida intensa en otros tiempos, trato de imaginarme como podía ser el lugar en todo su esplendor, con sus monjes “ora et labora” con la iglesia y el claustro a pleno funcionamiento en un oasis de paz y tranquilidad que se palpa hoy día y que en la época de construcción del monasterio, allá por el siglo XXIII debió de ser espectacular. Se le atribuye el ser la primera construcción de la orden del Císter, los monjes blancos, en España aunque como sobre todo se investiga esto ha sido objeto incluso de una tesis doctoral. La sencillez y esbeltez del románico se puede contemplar aún en medio de estas ruinas que solo son un vestigio de lo que en su día debió de ser.
Las cigüeñas, en gran número, han tomado posesión de las alturas y han ubicado allí sus nidos, no solo en los muros y torres del monasterio, sino en arboledas cercanas. Que mejor sitio para vivir, en el fondo un poco de envidia si aflora a mis pensamientos. Rodeando el monasterio podemos llegar al ábside que es una de las zonas mejor conservadas. Un prado verde amplio permite la contemplación desde varios ángulos de esta magnífica obra arquitectónica, característica del románico palentino pero que aquí se ha llevado a su máxima expresión. La piedra está perfectamente trabajada y conjugada para formar un conjunto agradable y armonioso que alegra la vista y el espíritu.
El deambular sin rumbo entre las ruinas, apreciando detalles de lo que existe y de lo que pudo existir es una forma estupenda de relajación y reencuentro con uno mismo. Nada salvo el canto de los pajarillos perturba la armonía del lugar, armonía que penetra en el interior de uno mismo y genera un estado de bienestar casi olvidado por el trajín de la vida.