La vida en los pueblos castellanos sigue siendo pausada y tranquila. Tomando como partida Madrid, las autopistas y autovías actuales nos permiten alcanzar cualquier punto de la geografía nacional en media jornada pero su uso nos aleja del antiguo paso por los pueblos y ciudades que si bien ralentizaba mucho el viaje nos permitía conocer aspectos de la geografía que ahora pasan desapercibidos en aras de una mayor celeridad en nuestros desplazamientos.
Siempre que me es posible, busco una excusa para salirme de esas vías rápidas y girar visita a algún pueblo que me suscite interés. Este fue el caso ayer, en el que abandoné la A-6 para acercarme al pueblo de Alaejos, en la provincia de Valladolid. El motivo era conocer las ruinas de lo que fue el castillo del arzobispo Fonseca, donde entre 1467 y 1469 estuvo prisionera como rehén la reina Juana de Portugal, conocida como la reina adúltera, esposa del rey de Castilla Enrique IV, el impotente, y madre de una Juana de Castilla, que de forma ignominiosa ha pasado a la posteridad con el apodo de La Beltraneja.
Abandonada la A-6 en la localidad de Ataquines, recorrimos una cincuentena de kilómetros por carreteras estrechas y tranquilas atravesando la llanura castellana hasta divisar a lo lejos las torres de las dos iglesias con que cuenta la localidad de Alaejos, pueblo de un relativo tamaño, de casas predominantemente bajas, limpio y con las calles empedradas, que según el censo del último padrón de 2008 cuenta con 1611 habitantes. Pocos parecen para la extensión del pueblo donde se pueden apreciar casas renovadas que a buen seguro serán residencia de fines de semana o verano de los antiguos habitantes que se han visto forzados de alguna manera a emigrar. Aparcado en el coche en las inmediaciones de una amplia plaza flanqueada por edificios como el ayuntamiento, la iglesia y la cárcel, mi primera misión en estos casos es acercarme a algún vecino o vecina para entablar conversación con la excusa de la pregunta más peregrina, en este caso, como acceder a las ruinas del castillo. En un par de intentos nos indicaron la calle a seguir y en un corto paseo pudimos arribar a lo que queda de él.
Está realmente penoso. Rodeado completamente por casas, se hace difícil encontrarlo. Salvo una pequeña parte muy baja del muro y lo que sin duda fue el inicio de una torre, todo lo demás son un montón de escombros y algo también de basura y suciedad. Al parecer hubo un intento hace algunos años de realizar excavaciones, pues sin duda algún objeto interesante debe quedar entre las tierras, pero la falta de dinero abortó la operación. Unos pequeños jardines a la vera del trozo de muro que queda en pie contrastan con el abandono del lugar. Lo único que se puede hacer es cerrar los ojos, abstraerse y dejar volar la mente intentando imaginar cómo fue aquello en sus momentos de esplendor, con el arzobispo, valiente pájaro, haciendo proposiciones deshonestas a la reina y cayendo esta en los brazos amorosos de Pedro de Castilla, el Mozo, que a la postre fue el padre de sus dos hijos aparte de Juana.
Sabíamos de la existencia de una pequeña estatua conmemorativa pero de ella varios vecinos a los que consultamos no habían oído ni hablar. Uno de ellos, Félix, con vivienda a escasos 100 metros del monumento y entrado en años, no supo indicarnos donde estaba pero se entretuvo con nosotros y nos enseñó una verdadera joya: una especie de museo casero en los bajos de sus casa con multitud de aperos y útiles de labranza hoy en desuso, un tesoro que muestra y enseña a quién se deja y que hasta “ha salido varias veces en la televisión”. Al final conseguimos dar con el monolito que puede verse en la fotografía, un pequeño busto de la reina conmemorativo de su estancia en el pueblo.
Poco más quedaba por hacer que retornar al coche y emprender el camino. Pero otra cosa que conviene hacer en este tipo de visitas es entrar al bar del pueblo y tomarse un vino, cuestión que puede servir para entablar conversación con el camarero o alguno de los parroquianos, que siempre suele ser agradable y se puede conocer algún dato. Y en este caso, además de bar era restaurante y aunque no teníamos previsto comer en el pueblo, nos quedamos y pudimos disfrutar de un menú impresionante en un comedor muy agradable del primer piso con vistas a la plaza. A elegir entre seis primeros y seis segundos, incluyendo postre y café, por 12 euros el menú básico y 14 el ampliado nos pusimos las botas. La lengua estofada que me metí para el cuerpo no tenía nada que envidiar al cochinillo que degustó mi mujer.
Habrá que volver por este u otros pueblos que parecen estar perdidos en el olvido lejos de las ciudades pero que conservan su vida y sobre todo sus gentes agradables cuando el viajero se acerca a ellas con educación y respeto. ¿Volveré a Alaejos algún día? Nunca se sabe, pero la lengua estofada y el trato agradable de su gente bien pudiera ser una excusa cualquier 10 de mayo u 8 de septiembre para acercarse a vivir las fiestas en honor de la virgen en las que las procesiones con sus danzantes, según nos dijo Félix, son dignas de ver. Y es que el bar y restaurante además es una
posada, con muy buena pinta, que bien merecería perderse un fin de semana tranquilo, incluso en pleno invierno, para dedicarse a pasear y leer. Eso sí, al llamar para reservar habitación habría que asegurarse que en las comidas de esos días estaría disponible la lengua. Rechupete es poco para calificar el plato.