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domingo, 27 de abril de 2014

CONFRONTACIÓN



«No puedes amarme si no me respetas» reza el título de una desconocida canción, al menos para mí, de Lyn Collins. Por extensión a lo puramente amoroso, el respeto es fundamental entre las personas para poder convivir en paz. Cuando en medio de una reunión o asamblea, mientras alguien está en el uso de la palabra, alguna persona de las asistentes, desde el anonimato, salvo para los que están a su lado, lanza el grito de «cállate, vieja»… ¿podemos hablar de respeto?

He asistido en las últimas semanas al desarrollo de unos hechos que por mor de no tener una importancia capital se me antojan como esperpénticos. No quiero pensar en que hubiera ocurrido si nos hubiéramos estado jugando las lentejas o alguna otra cosa importante, cuando para una nimiedad han llegado las cosas a los extremos a los que han llegado. Y todavía no se ha puesto punto final al asunto.

En estos días finaliza el tercer año de un curso de humanidades al que estoy asistiendo. Es un curso sin requerimientos académicos exigentes, vamos, que no hay que estudiar, no hay que hacer exámenes, no hay que pelear por ser el mejor de la clase. Todo muy tranquilito y muy llevadero, sin sobresaltos, porque para aclarar el asunto hay que decir que la edad de los alumnos está entre los sesenta y los setenta, aunque hay algunos, pocos, por debajo de esas cifras y alguno habrá por encima.

En el preparatorio de los actos de final de curso, una de las actividades a realizar es elegir el nombre de una persona significativa que sirva para identificar la promoción. Aunque no me ha quedado claro, parece que tiene que ser una persona fallecida. A modo de ejemplo, la promoción anterior tomó el nombre de Gregorio Peces Barba, que había perecido recientemente. Pues bien, para elegir un nombre, el delegado de clase dirigió un correo electrónico a todos los alumnos para que propusieran su candidato, al tiempo que establecía una fecha tope para la contestación. Por dejadez o por olvido, en esa fecha tope solo ocho alumnos de los más de sesenta habían contestado. Cinco de ellos habían elegido el nombre de José Luis Sampedro, recientemente fallecido. No era el que yo había elegido pero me pareció bien que un humanista y escritor de su talla, con independencia de otras acepciones personales, diera nombre a la promoción. Esto ocurría el jueves o viernes de una semana, si no recuerdo mal.

Pero hete aquí que ese fin de semana se produjo el fallecimiento de Adolfo Suárez, político, conocido y recordado por todos como la persona que pilotó la transición española desde la dictadura a la «democracia» en los años setenta del siglo pasado. No he podido por menos de poner la palabra democracia entre comillas. Lo siento. Por este hecho, numerosos alumnos, a buen seguro muchos de los que no se habían molestado en contestar al requerimiento inicial, se dirigieron por correo al delegado solicitando el cambio de nombre de José Luis Sampedro por Adolfo Suárez.

Lo que ocurrió en la cabeza del delegado solo él lo sabrá. El caso es que recibimos un correo anunciando que se procedía al cambio de nombre. Mi contestación fue inmediata, comunicando que no me parecía bien revocar una cosa ya cerrada y menos utilizar el nombre de un político, por muy bueno o malo que fuera, para una cuestión académica. La polémica estaba servida.

Al finalizar las clases del siguiente día, se habló del asunto. Allí hubo de todo y no es cuestión de contarlo. Se promovió una votación para decidir si se cambiaba el nombre seguido de otra para decidir el nombre. Adolfo Suárez, por goleada. Asunto cerrado en segunda instancia, o al menos eso parecía.

Esta semana ha ido a la clase la catedrática delegada para comentar aspectos del acto de fin de curso y al final de su alocución dijo que la promoción, según habíamos acordado, se llamaría Adolfo Suárez. Una persona se levantó diciendo que no estaba de acuerdo, dejando a la catedrática anonadada al no conocer esta los entresijos de todo el proceso de la elección de nombre. La marabunta estaba servida: murmullos, gritos, defensores, detractores, voces, intervenciones unas encima de otras, jaleo… Seríamos entre cuarenta y cincuenta los presentes en la algarabía. Yo asistía impasible al acto, observando las actitudes. Una persona defendía que «solo ocho» habían participado en la primera elección. Ocho habíamos participado activamente y el resto pasivamente se había abstenido ¿por qué insinúa que esto no tiene validez? ¿Tiene validez la segunda votación? En ese maremágnum oí aquello de «cállate, vieja» y fue superior a mis fuerzas y abandoné la clase.

La cosa no ha terminado. El próximo día se va hacer una «definitiva» votación. Con mesa de edad, con urna, con supervisión, con voto personal en papeleta oficial…Solo cabe preguntarse si será tan definitiva como la primera o la segunda. Yo no estaré allí para verlo.

En la entrada «Neoliberales liberados, reguladores desregulados» del estupendo blog amigo «Naturaleza en vena», cuya lectura recomiendo, el último párrafo comienza así: «Todos los sensores indican que la sociedad humana se encamina hacia una confrontación sin precedentes» Tras los hechos relatados de lo ocurrido entre personas se supone que sensatas, que están disfrutando en clase de la cultura y para una nimiedad, no nos debe extrañar, a mí al menos no me extraña, lo que ocurre con harta frecuencia en otros estamentos de la nación, donde unos y otros se enzarzan por las más variopintas cuestiones, algunas de tremenda importancia para nuestro futuro, llegando a enfrentamientos y descalificaciones personales. No sé si hemos llegado a las manos, cosa que si ha ocurrido en otros parlamentos europeos, pero poco nos falta y ganas seguro que hay. En otra zona no muy lejana, Ucrania, en estos momentos están a tiros.

Solo nos queda esperar a conocer el alcance y formas de esa confrontación. Cuanto más se demore más encrespados estarán los ánimos y más traumática será.