Mis relaciones con el sector de la restauración han transitado por diferentes
fases de cercanía y alejamiento a lo largo de mi vida. En estos momentos diría
que en principio no me apetece mucho aunque las relaciones humanas, y más en
España, casi siempre son alrededor de la bebida o la comida. Cuando uno está
metido en diferentes mundillos, desde un club de lectura a una escuela de
música, casi siempre todos ellos acaban, comienzan o se desarrollan alrededor
de comidas y cenas. Por ello sigo visitando esos centros del comer y el beber
sin mucho aprecio porque no queda más remedio que relacionarse con el personal salvo que quieras acabar como un ermitaño en un cenobio perdido en las montañas.
Hace
ya muchos años, un buen amigo, Rafa, que sé por dónde anda pero hemos perdido
el contacto, me metió en el mundillo de la restauración. Con nuestras
respectivas parejas y dos veces por mes, escogíamos alternativamente un
restaurante dentro de la provincia para ir a comer o cenar: unas veces
acertábamos y otras no, pero a lo largo de varios años, mientras nuestras economías
no lo permitieron, fuimos conociendo multitud de sitios de todo tipo y
condición.
Hoy
en día me he convertido en una persona quisquillosa cada vez que voy a comer
fuera de casa. Los restaurantes son oficinas de venta, de ganar dinero, pero
los hay con estilo y los hay con artimañas para sacarte los cuartos. Algunas
acciones surgieron en el pasado y ya van siendo erradicadas pero de vez en
cuando te topas de bruces con ellas. Hay varias, pero me voy a referir a dos
que me enervan sobremanera cuando las sufro, eso por no mencionar la existencia
de cartas con los precios sin I.V.A. que te sorprenden al final con un añadido.
Hace
muchos años, en 1981, cuando íbamos camino del Cabo Norte en las lejanas
tierras de Noruega, paramos en un restaurante de carretera del País Vasco por aquello de hacer una última comida sana antes del periplo que iba a durar casi un mes. Tras
leer la carta y decidir lo que íbamos a comer, el maître nos salió con aquello de…
«Además de lo que figura en la carta tenemos fuera de ella esto, eso, y
aquello…». Caímos en la trampa y pedimos dos platos de bacalao con tomate.
Estaba buenísimo, pero se nos indigestó al recibir la cuenta; nos cobraron un
dineral y no pudimos protestar porque no sabíamos el precio al no figurar en la
carta. Recuerdo que nos cobraron al tuntún, pues fue una cantidad del orden de
dos raciones, seiscientas quince pesetas, con lo cual cada plato salía a
trescientas siete con cincuenta, muy raro lo de los cincuenta céntimos en el
precio de un plato. Pagamos, callamos, nos fuimos y… no aprendimos. Algún
tiempo después volví a caer en la trampa, está vez en un restaurante de
Albarracín, en la provincia de Teruel. Nos ofrecieron cordero asado fuera de la
carta, picamos, lo pedimos y… nos clavaron de lo lindo.
Hay
restaurantes que añaden a la carta un «papelito» con los platos especiales del
día, pero por lo general sin el precio. Como uno ya está escamado, si a mí o a
alguno de mis acompañantes les da por pedir alguno de esos platos cuyo importe
desconozco, salto como un resorte y solicito al maître el precio. Las
reacciones han sido de todos los tipos, desde el darme amablemente la razón por
una petición lógica a todas luces hasta mostrarse contrariados por semejante
solicitud, más que nada porque ni ellos mismos lo saben, ya que ahora lo hacen
todo las maquinitas y se tienen que
marchar temporalmente a preguntarlo. Y encima cuando vuelven con el precio, si
es para mí, no pido ese plato, con lo cual su cabreo es doble y se lo toman
como una ofensa.
Otra
práctica, con la que me he encontrado recientemente es la de los aperitivos que
te ponen al principio mientras llega la comida, que te crees que es una
deferencia de la casa y luego al revisar la cuenta te los encuentras
debidamente cobrados y facturados, como es el caso de la nota cuya imagen
acompaña a esta entrada. Para cinco comensales trajeron junto con el pan y los
cubiertos, que también cobraron, cuatro tapas de alioli que tengo que decir que
estaban muy ricas. Me pregunto porque cuatro y no tres o cinco. Al final, en la
cuenta, nos cobraron las tapas a ochenta céntimos de euro, a los que hay que
añadir un siete por ciento de impuesto. La broma de los aperitivos servidos y
no solicitados nos costó unos tres euros y medio que no es moco de pavo. Debido
al tipo de comida que se trataba y por ser un sitio donde no voy a volver
seguramente en mi vida, no monté el numerito negándome a abonar, con toda
educación, los más o menos tres euros y medio facturados por un plato no
solicitado por nosotros.
De
todos es sabido que los restaurantes controlan los precios en los platos y se
ceban en todo lo demás, especialmente bebidas y postres. Aunque pidas una
botella de agua, el sablazo en la misma está asegurado. Por eso, cuando me
huelo estas prácticas, agua del grifo, que en muchos sitios te niegan alegando
cuestiones sanitarias y de postre un café o nada de nada.
Sigo
yendo a restaurantes con comidas de amigos, clubes, peñas, familiares y demás,
pero me sigo cabre… digo enfadando cuando veo que ciertas prácticas siguen
vivas. Pero ya digo que soy un quisquilloso…