Esta va a ser una historia dulce, no tanto por lo que se cuenta sino por el objeto central de la misma. Aunque cada persona tiene su relación especial con el sueño y todo lo que le rodea, hay dos características en las que ubicarse que son antagónicas: trasnochar o madrugar. Puede ser que en determinados períodos de la vida estemos en un lado o en otro pero por lo general las personas nos abocamos a una de ellas y salvo imprevistos laborales, familiares o de otra índole permanecemos fieles. Yo soy, de siempre, madrugador: hubiera sido un ejemplo perfecto de vida natural, de los que cuando llega la noche se apagan y cuando llega la mañana se activan. Ahora, tras seis décadas, no creo que vaya a cambiar.
Por ser madrugador, era el encargado en casa, desde muy pequeño, de ir a la churrería del pueblo a comprar el material para el desayuno. Solo los domingos, pues el resto de días de la semana, sábados incluidos, el desayuno era un buen tazón de leche con pan del día anterior y en algunas ocasiones especiales un poco de canela. No habían llegado esas cosas modernas de los bollos, las tostadas, las mantequillas, las mermeladas, los «colacados» o los «nesqüises», aunque ya existían los «toddys» pero no estaban admitidos en el presupuesto familiar.
Aunque las preferencias de cada miembro de la familia no sufrían modificaciones por lo general de una semana a otra, siempre el sábado por la noche tenía la precaución de preguntar. El material a adquirir era poco variado. Todos optaban por dos de los tres productos disponibles: churros o porras. Solo uno, que era precisamente yo, como no, optaba por el tercer producto en oferta: buñuelos. No en vano el establecimiento era una churrería buñolería. Mi curiosidad me ha llevado a saber que, según el diccionario, se trata de una fruta. Esto es lo que figura en su acepción primera: «Fruta de sartén que se hace de masa de harina bien batida y frita en aceite. Cuando se fríe se esponja y sale de varias formas y tamaños. »
No duró mucho tiempo aquello. Una remodelación del local y de sus instalaciones lo mantuvo un tiempo cerrado y al abrir de nuevo uno de los tres productos dejó de ofertarse. Ya se imaginan Vds. cual. Y por toda explicación ante mi pregunta quedó que se vendían poco y que la gente, excepto yo, no se había quejado y optaba por los churros o las porras, que además, en opinión de Emilio, el churrero, estaban más gustosos o gustosas. Será para ti, pensé yo, que como era un rebelde opté por dejar de comer sus productos aunque seguía yendo a por los de mi familia. Esto ocurría a mediados de los años sesenta del siglo pasado, y aunque el establecimiento sigue con nuevos dueños y nuevos planteamientos, los buñuelos desaparecieron para siempre.
Pasó el tiempo y tres años antes de acabar el siglo XX me encontraba yo de periplo por las hermosas tierras africanas de Túnez. No recuerdo el nombre del oasis pero sí que unos grupos de turistas aventureros estábamos alojados en un complejo de cabañas justo en el borde del desierto. El desayuno era a hora temprana y tenía lugar en una cabaña más grande y destartalada, pero estábamos todos sentados en nuestras mesas; era de tipo buffet y los comensales se levantaban a por la manduca según gustos y hambres. Estaba yo sentado cuando vi salir de la cocina a un camarero con una gran bandeja negra al hombro llena de una especie de tortitas amarillas que no supe identificar. Las volcó en uno de los recipientes del mostrador y se marchó tan campante. Picado por la curiosidad me acerqué y parecían… Cogí dos o tres en un plato y retorné a mi mesa presto a corroborar mediante la correspondiente cata que eran en realidad aquellas piezas. Lo eran, vaya que si lo eran, buñuelos, y además riquísimos.
Contuve por un tiempo las ganas de ir a por más mientras observaba atentamente si algún otro comensal se acercaba por allí a probar. Nadie se interesó por ellos en un buen rato. Cuando ya iba yo por mi tercer o cuarto viaje de aprovisionamiento de tan delicado producto, mi mujer y los compañeros de mesa se mostraron interesados y cuando les dije de que se trataba me contaron no sé qué historia de unos buñuelos de viento que vendían en las pastelerías. Serán también buñuelos, dije yo, pero estos son los que yo conocí en mi niñez y no había vuelto a probar. Se corrió la voz y ese día y al siguiente desaparecían como por arte de magia nada más salir de la cocina y casi antes de que llegaran a la bandeja del mostrador.
He recuperado esta historia porque esta semana me he vuelto a encontrar con tan delicioso producto, que desde aquel exótico lugar no había vuelto a ver. En uno de los desayunos, una compañera de trabajo, Vanesa, apareció con un táper lleno de buñuelos. Estoy a dieta, pero no pude por menos de pecar, al menos en tres ocasiones y mortales, porque la ocasión lo requería: un tercer encuentro con el buñuelo en seis décadas no se podía desaprovechar. Luego ya con más calma y pasada la impresión, me contó que los hacía su madre y que en su pueblo, en las profundidades olvidadas de la provincia de Toledo, todo el mundo los seguía haciendo con normalidad para consumo casero. Ya hemos convenido que un fin de semana dentro de un par de meses, cuando haga mejor tiempo y los campos rebosen de margaritas, cantueso y amapolas, me dejaré caer por allí a hacer una visita muy interesada, para que su madre me enseñe a preparar tan exquisitos buñuelos paleta en mano y sartén humeante. Como se suele decir, a la tercera tiene que ir la vencida y los buñuelos se quedarán siempre conmigo al hacérmelos yo cuando me apetezca sin tener que esperar a que se presenten de improviso ante mí en los lugares más insospechados, como puede ser un oasis tunecino o la cafetería de un complejo de oficinas. Remito al lector a este mismo blog dentro de un par de meses en la búsqueda de la entrada «BUÑUELOS-2». Continuará.