No
solo los salarios sino también las condiciones laborales han cambiado, para
peor, de forma drástica y lamentable en los últimos tiempos. Y no estamos
pensando es esos talleres clandestinos en los que empresarios sin escrúpulos y
con el único fin de engrosar su cuenta corriente en el menor tiempo posible
emplean a personas necesitadas que desempeñan su trabajo en unas condiciones
deplorables, como ha podido verse en las ocasiones en que estas noticias, cada
vez con menor frecuencia, llegan a los medios de cierto nivel de difusión.
Cerca
de 20 años estuve laborando en aquella entelequia hoy desaparecida que
conocíamos hasta no hace mucho por el nombre de “Caja de Ahorros y Monte de
Piedad de Madrid”. Durante la primera decena, allá por los setenta del siglo
pasado, me sentía un trabajador necesario y que aportaba su granito de arena a
la consecución de los fines empresariales. Quizá hubiera un cierto paternalismo
en la dirección de la empresa pero creo no equivocarme si aventuro que ese era
el sentimiento general de todos los empleados, que se partían el pecho por
hacer que todo fuera mejor. A mediados de los ochenta, diversos condicionantes
como expansiones y cambios en la alta dirección torcieron este sentimiento y
los empleados ya no sentíamos la empresa en nuestras entretelas. Unos más y
otros menos, según los departamentos y las circunstancias, íbamos
convirtiéndonos en simples mercenarios que acudíamos a nuestro puesto de
trabajo a cumplir y poco más. Al poco de aquello abandoné esa empresa en la que
durante años tuve la creencia que me iba a jubilar. Deambulé por otras de las
grandes del entramado bancario español con más pena que gloria hasta que ya
hace unos cuantos años me dijeron desde el departamento de recursos humanos,
antes se llamaba de personal, que no contaban conmigo y que era mejor que me
marchara, menos mal que prejubilado y no despedido.
Era
joven entonces, como lo sigo siendo ahora, pues había comenzado mi cincuentena,
y tocaba alquilarse al mejor postor en esa modalidad de trabajo en autónomo que
todo el mundo, hasta el diccionario, conoce por free lance. Ello implica pequeños contratos de algunas
semanas o meses en diferentes empresas por las que he ido pasando este último
casi decenio, lo que me ha permitido vivir de primera mano diferentes ambientes
y situaciones.
Uno
de los problemas que me echo al coleto es el del acceso al puesto de trabajo y
la composición del mismo. No voy a entrar en detalles, pero es por lo general
lamentable y por ello solo voy a contar, por agradecimiento, el mejor de todos
que tuvo lugar en el centro informático de Tres Cantos de Bankinter. Me
presenté al control de accesos un lunes a las ocho de la mañana y con solo
mostrar mi carnet de identidad, una persona me acompañó a mi puesto de trabajo,
me enseñó diferentes zonas interesantes de la empresa como la cafetería y los
servicios y se quedó a mi lado los diez minutos escasos que fueron suficientes
para encender el PC y comprobar con no poca sorpresa y mucha admiración que
estaba operativo y que mi usuario de red, de mainframe, mi correo electrónico y
en general todo lo que iba a necesitar para desempeñar mi trabajo estaba
dispuesto y operativo. En otros sitios y por circunstancias de lo más
peregrino he llegado a necesitar casi
una semana para poder empezar a desempeñar mínimamente las funciones para las que se me ha contratado.
Todo
esto viene de prolegómeno para relatar una situación actual, que no estoy
viviendo directamente en primera persona pero que sí les está ocurriendo a
compañeros cercanos. Un día de esta semana hablaba con uno de ellos y no daba
crédito a mis oídos por la historia que estaba escuchando. Uno de ellos hizo el
resumen en tres palabras: «This is Spain». Omitiré detalles específicos por
aquello de relatar el pecado y no desvelar el pecador, pero si diré que se
trata de una de las grandes empresas de este país llamado, por el momento,
España.
El
centro de trabajo al que acuden a diario está una zona de la periferia de
Madrid construida hace relativamente poco tiempo y destinada a oficinas; pensar
en acudir allí con coche es imposible, ni siquiera madrugando, porque están
aparcados encima de las farolas y subidos a las fachadas colgando de los
aleros. En algún caso de necesidad, dejándolo donde ha podido, alguno ha sido
obsequiado con una multa de 200 euros por la policía municipal. La alternativa
es el transporte público, que remedio; cerca de dos horas de ida y otras tantas
de vuelta en alguno de los casos, especialmente si la ubicación de esta
periferia de oficinas está en la punta opuesta de Madrid a la del lugar de
residencia. Eso sí, esta empresa dispone de dos plantas reservadas, repito,
plantas, de aparcamiento, que por lo general están con un índice de ocupación
mínimo pero en las que no está permitido aparcar, y mucho menos a los
«externos» que es como se denomina a los trabajadores que no están en la nómina
de la empresa para la están trabajando como uno más. Solo falta que les pongan
una camiseta especial y un gorro para marcarles como se hacía en la Edad Media
con algunos colectivos.
No
disponen de una tarjeta permanente de acceso, por lo que tienen que solicitarla
a diario al control, que tiene que llamar al teléfono FIJO de dos personas para
que una u otra BAJE física y personalmente a la entrada a autorizar su acceso y
les acompañe a su puesto de trabajo. Cuando por diversas circunstancias estas
personas no son localizadas, porque todos tenemos una mala noche, o llegamos
tarde o estamos en una reunión, los externos deben esperar por un tiempo
indeterminado. En alguna ocasión la demora en ser recepcionados por los
autorizados ha llegado a las TRES horas. Sal de tu casa a las seis de la mañana
y disfruta dos horas del transporte público para estar tres horas en la entrada
esperando a que te dejen entrar a desempeñar tu trabajo. Una solución que les
han propuesto es que personalmente llamen desde sus teléfonos móviles, y por lo
tanto a su cargo, a los móviles de los «autorizadores» para que bajen a
buscarlos. Solo falta que les digan que les lleven café y bollos. Y otra cuestión
es la utilización del baño, que está fuera de la zona para la que es necesaria
tarjeta de acceso. A la vuelta de visitar al sr. Roca hay que esperar a que
pase alguien o hacer mimos a través de los cristales a ver si algún alma
caritativa se apiada y te abre, pero los cercanos a las mamparas están hartos,
con razón, de hacer de porteros. Hay más, pero no se trata de aburrir, den
rienda suelta a la imaginación. En dos palabras como decía aquel: «im» «presionante».
Y el
puesto de trabajo… El centro funciona en el modo que ahora se llama de
factoría, esto es, se paga por el puesto de trabajo efectivamente utilizado una
cantidad diaria. En este caso concreto, cada puesto supone un gasto diario de
casi veinte euros. Claro, lo mejor es ahorrárselo con la triquiñuela de
meterlos a todos en una sala de reuniones, que algunas veces no está libre,
para ahorrarse esos eurillos. Menos mal que todavía no se les ha ocurrido poner
estanterías en los pasillos o en el baño, que todo se andará. Las condiciones
de trabajo en esa sala de reuniones en
cuanto al mobiliario, los equipos y el ambiente son deplorables. No entremos en
detalles, pero pongan la vista con atención en la imagen que acompaña esta
entrada: la temperatura ha sobrepasado en varias ocasiones los 27 grados. ¡Así
no hay quién labore!
Supongo
que no pretenderán que estas personas desarrollen bien su trabajo en estas
condiciones. Ya sé que peor están en otros sitios, pero no es de recibo que una
empresa pudiente y de las que tiran del carro en este país permita estas
condiciones. También imagino que sus dirigentes no están enterados de estas
menudencias, como ha pasado con el asunto de la Volkswagen en estos días, pero
bien que ellos, los políticos de turno, los directores de medios y demás
personajes influyentes de la vida patria se encargan de hacernos creer por
activa y por pasiva que los empleados son el principal activo de las empresas.
¡Miau!
Insisto en la idea: no quiero que me lo digan, quiero sentirlo yo por mi mismo sin que nadie me tenga que convencer de ello. Y con estos mimbres, los cestos que fabriquemos no pueden tener mucho futuro.