Conviven
con nosotros desde la noche de los tiempos. Con el paso de los días llegan a ser
conocidos en los ambientes policiales y judiciales que se ven impotentes para
hacer nada. Son pequeños ladronzuelos que trabajan en la modalidad de hurto con
lo que tras tomarles declaración en las dependencias policiales son puestos en
la calle de nuevo por los jueces para que puedan seguir…trabajando. Una cosa
buena tiene, y es que realizan sus actividades con limpieza y sobre todo sin
violencia, a base de astucia y entrenamiento, que necesitan lo suyo. Son los
carteristas, rateros o descuideros, esos ladronzuelos de carteras de bolsillo
que tratan por todos los medios de que las de los despistados cambien de
propietario el tiempo suficiente para detraer los dineros y las tarjetas de
crédito antes de arrojarlas a una papelera o alcantarilla, aunque los hay de
buen corazón que se molestan en acercarse a un buzón de correos a depositar los
despojos de su acción.
Cada
vez que entro en un lugar concurrido como pueden ser los servicios de
transporte público, tengo el movimiento instintivo de sacar la cartera del
bolsillo trasero del pantalón, donde la llevo normalmente, y ponerla en el
delantero y además de forma horizontal, con lo que queda más abajo y más
encajada. Y como precaución adicional, antes de entrar, saco de la misma el
abono, billete o dineros que vaya a necesitar y los llevo a mano, precisamente
para evitar el tener que sacar la cartera y estar expuesto a algún tirón o
sucedido como el que le ha ocurrido a mi buen amigo Pablo esta semana, que se
ha quedado sin sesenta euros y todavía no sabe cómo.
Había
quedado con una amiga en una urbanización de la periferia madrileña y fiel a su
costumbre había llegado con suficiente antelación, por lo que se encontraba
matando el tiempo dando un paseo cuando se detuvo a su altura un coche ocupado
por una familia compuesta por un matrimonio y dos hijos de unos doce años. Por
el aspecto eran extranjeros y con rasgos árabes, siendo esto lo de menos;
chapurreando en inglés le preguntaron mientras exhibían un mapa por un hotel en
las inmediaciones haciendo ver que andaban perdidos. Mientras el bueno de Pablo
les explicaba sobre el plano donde se encontraban y las alternativas posibles,
el padre bajó del coche para hablar con más comodidad. Cuando parecía que se
había enterado más o menos de lo preguntado, sacó un billete de cien euros para
preguntar si sería suficiente para una primera noche de hotel, al tiempo que
indicaba que no conocía los billetes de euro.
Pablo
pensó por un momento en tratar de cambiárselo, para lo que sacó su cartera y
viendo que no le alcanzaba les mostró a él y a la mujer un billete de 20, otro
de diez y una moneda de euro para que tomaran contacto. Muy agradecido, el
hombre ocupó de nuevo su asiento de conductor pero volvió a preguntar una
aclaración sobre el mapa. Pablo tenía la billetera en la mano, cerrada y
recuerda haber apoyado la mano con esta billetera en el quicio de la ventanilla
del coche, con lo que esta quedó por un momento bajo el plano, aunque insiste
en lo de cerrada.
Adiós,
adiós, cuando Pablo acudió a la cita con su amiga y en un momento sacó la
cartera para pagar un encargo dulce que le había hecho, unas perrunillas del
pueblo de sus padres, una bilis amarga le subió por la tráquea al tomar
conciencia de que la cartera estaba…vacía. Quedaba claro quién se la había
limpiado, pero ¿Cómo? ¿Con unas pinzas quizá? Una cosa no se le puede discutir
al padre de familia perdido en busca de hotel y es que su habilidad fue de
matrícula de honor y merecedora de un doctorado en carterismo.
Así
que mucho ojo, que ya nos lo dice la sabiduría popular: «Las apariencias engañan». Volviendo a repasar lo que había
ocurrido, lo más probable es que el bueno de Pablo se confiara por el hecho de
que se trataba de una familia, con niños. Se las saben todas y algún día u otro
nos pillarán. Nuevos tiempos, nuevos métodos para las acciones de siempre.
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