Lo
vemos de forma continuada a diario, personas mirando a su móvil en todos los
lugares y situaciones. Incluso andando por la calle. Se trata de una actividad
absolutamente personal e íntima y que nos absorbe cada vez más horas al cabo
del día. Podemos aprovechar el transporte público, un momento en el cuarto de
baño y situaciones similares, pero con ellas no tenemos suficiente y es
frecuente ver la misma escena en grupos de amigos físicamente juntos pero
mentalmente separados, en los comensales de una mesa o… cuando estamos viendo
la televisión. Tenemos la costumbre familiar tras la cena de sentarnos «en
familia» a ver un poco alguna serie o película, por supuesto grabada y sin
anuncios, faltaría más. Al menos al principio, teóricamente mientras avanzan
los títulos pero cada vez más después, nos entretenemos con el móvil mandando
ese último wasap, echando un vistazo al correo o leyendo los titulares de
última hora en algún periódico, cuando no asomándonos a Twitter o similares.
Ver la televisión es una actividad absorbente que no permite la realización
concurrente con otra, pero nos empeñamos en que eso no rece para manipular esa
cada vez más extensión de la mano, sobre todo en jóvenes, que es el teléfono
llamado inteligente.
Eran
otras épocas donde la tecnología brillaba por su ausencia al menos a nivel
personal. Recuerdo la calle como ese punto de encuentro con los demás para
realizar actividades en conjunto, desde construir cabañas en el monte hasta
jugar a la taba, al chito, al escondite o «a lo que hace la madre hacen los
hijos» que para quién no lo haya conocido consistía en que uno iba haciendo
todas las tonterías o burradas que se le ocurrían y los demás del grupo
tenían que repetirlo imitándole. Eso incluía saltar barandillas, escaleras de
siete en siete o cosas parecidas. Todo eso se va relegando y lo que ahora se
lleva es estar en pandilla en un banco del parque, cada uno con su móvil e
incluso hablando entre ellos, pero por wasap. Es la moda y resulta difícil
sustraerse a ella.
Cada
día hay disponemos de más aplicaciones que nos conectan con el mundo en la
misma proporción que nos aíslan de él. Tenemos todo al alcance de la mano
mientras funcione el aparatito dichoso y no se nos hayan terminado los «datos»
o tengamos una «wifi» cercana a la que chuparla la sangre. A veces me gustaría
tener una varita estilo Harry Potter y conseguir por arte de magia que todos
los móviles de esa reunión de amigos dejaran de funcionar al unísono. ¿Qué pasaría?
Sería interesante observar sus reacciones porque mucho me temo que no sabrían
qué hacer, tendrían que recuperar actividades pasadas que ya se han olvidado o
que, según las edades, nunca se han realizado. La dependencia del cacharrito es
total, tanto que yo creo que no sabríamos que hacer o que decir en su ausencia.
La digitalización y la globalización se imponen y el móvil nos resulta
imprescindible para todo… menos curiosamente para hablar por teléfono.
Todas
esas cosas que oímos de que nos tienen «geolocalizados», que saben lo que
hablamos, donde estamos, con quién nos relacionamos, cuáles son nuestras
preferencias de compra, el dinero del que disponemos y cuestiones similares o
bien no nos importan ni reparamos en ellas o son simplemente asumidas para
disfrutar de la tecnología de forma inmediata sin prever consecuencias a largo
plazo. La red tiene memoria, todo está guardado y almacenado, presto a ser
utilizado por quién lo desee, sin contemplaciones y sin un mínimo de «net-etiqueta»
para verificar su veracidad o sus circunstancias. Para muestra bien vale un
botón, y si no que se lo pregunten a ese concejal actual del Ayuntamiento de
Madrid al que le están sacando los colores por su pasado como tuitero
expresando ideas que ahora se revelan como contraproducentes en su nueva
ocupación al frente de una concejalía madrileña.
Por
lo que veo en mi hija, se queda por wasap, se hacen los deberes por Instagram,
se preguntan las cuestiones por mensajes hablados y se resuelven pegas por
Facebook: todo lo que se menea está basado en el «Smartphone», la tableta y/o
en menor medida el ordenador. Hace unos años algún padre me ha llegado a llamar
por teléfono a las nueve de la noche para que hiciera el favor de escanear algún
tema de un libro y enviárselo por correo porque a su hijo se le había olvidado
el libro en el colegio.
Pero
no nos fijemos solo en los jóvenes, también los mayores vamos entrando, no tan
a fondo bien es verdad, en la dependencia y lo que antes teníamos apuntado en
una agenda o en alguna libreta, ahora va en el móvil con nosotros a todas
partes. Es una ventaja, no lo vamos a negar, pero que solo podrá ser utilizada
cuando el móvil funcione y no nos lo hayan sustraído, lo hayamos perdido o
simplemente se nos haya quedado sin batería. Como algún día por la razón que
sea el hilo se corte y veamos el vacío al otro lado nos vamos a enterar.
Cada
vez llevamos más servicios en el aparatito que ya nos acompaña como hemos dicho
hasta cuando visitamos al sr. Roca. La tecnología miniaturiza e incorpora cada
vez más sensores que se pasan actuando sin descanso todo el tiempo que lo
tengamos encendido y que están suministrando información, mucha de ella sin
enterarnos, al mundo fisgón que guarda todo por si en algún momento se necesita.
La información no es mala ni buena, todo depende del uso que se haga de ella. Sería
muy buena si un montañero se ha perdido en el monte y los servicios de rescate
le pueden localizar pero podría ser muy malo en otros casos. Me viene a la
memoria un ejemplo que es del siglo pasado pero que puede ilustrar un mal uso
de la información. En la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes invadieron Bélgica,
se encontraron con una lista oficial de todas personas judías residentes en el
país. El Estado llevaba ese control para asignar las subvenciones
correspondientes en función de la creencia de cada uno. Lo que servía de una
forma eficaz a un cometido loable se convirtió de la noche a la mañana en una
sentencia de muerte.