Hay muchos índices en la medición de lo que llamamos calidad
de vida, que han ido variando a lo largo de los siglos en la historia de la
humanidad, pero que en los últimos tiempos se han disparado. Uno de ellos podría
ser la calefacción, no solo en el hogar familiar sino en sitios públicos de
libre acceso, que en algunos casos sirven de refugio en los días fríos para
muchas personas que o bien no tienen hogar o no tienen los suficientes medios
para caldearlo. Mantener un hogar a una temperatura adecuada es un asunto ante
todo económico, pues los costes no son precisamente bajos. Otro asunto que
admite mucha discusión es cuál es la temperatura adecuada.
En recuerdos de mi infancia y adolescencia hay situaciones de
pasar (mucho) frío. La casa en la que fui creciendo, ubicada en un pueblo de la
sierra madrileña no tenía calefacción y en los días duros del invierno, que me
parece ahora que eran mucho más duros antaño que lo son hogaño, se combatía el
frío básicamente con un brasero, un aditamento ya prácticamente olvidado en los
días actuales. Había que ir todos los días a la carbonería en la calle de al
lado, hacer acopio de cisco y una vez en casa mi abuela era la encargada de
preparar a diario la carga, retirando las cenizas del día anterior y dando
forma con la badila al cisco recién comprado, que encendía con maestría con
papeles de periódico y cubría de nuevo con ceniza para que no se consumiera rápido
y durara toda la tarde. Una vez preparado, a primera hora de la tarde, su
destino era la mesa camilla del comedor, que manteníamos todo el día con las
puertas cerradas y con ello se conseguía una cierta temperatura que si bien no
era para tirar cohetes, al menos se notaba la diferencia cuando entrabas en esa
estancia de la casa. Lo mejor era coger sitio en la mesa camilla, descalzarte,
taparte con las faldas y con mucho cuidado apoyar los calcetines por un momento
en la alambrera que protegía el fuego. La cabeza fría pero al menos los pies
calientes por unos instantes.
Hay que decir que el resto de la casa estaba realmente gélida.
Aunque los muros eran gruesos, las ventanas tenían sus desajustes y a pesar de
que con burletes y trapos se intentaba taponar todas las rendijas, el frío se
colaba de todas maneras. El transitar del salón al dormitorio era toda una
decisión y recuerdo haberme acostado vestido en muchos días de invierno y desvestirme
y ponerme el pijama dentro de la cama una vez entrado en calor. Lo de echarse abajo
de la cama por las mañana era todo un acto heroico. En alguna ocasión en que me
quedé solo con mi abuela, esta me calentaba la cama metiendo por unos instantes
el brasero en ella, con el peligro de que hubiéramos podido salir ardiendo. Cosas
de antes.
Con el paso de los años abandoné el hogar familiar para
empezar a vivir en el mío, en la misma localidad pero ya dotado de
calefacción: una estupenda caldera a gas con suficientes radiadores distribuidos
por la casa. Al principio caímos en la trampa de disfrutar de una temperatura
demasiado confortable que nos permitía estar en casa, en toda la casa y no solo
en el salón, prácticamente sin ropa. Habíamos ganado en calidad de vida. Pero
eso tuvo una contrapartida. Hasta entonces, los abrigos era una prenda que había
utilizado poco, pues acostumbrado como estaba al frío dentro y fuera de casa,
mi cuerpo no necesitaba cubrirse en demasía. Y no solo eso, sino que además de
abrigarme hasta las orejas, los catarros y gripes que hasta entonces habían
sido testimoniales empezaron a aparecer con mayor frecuencia y virulencia. Hasta
recuerdo haber comprado una determinada ropa interior que se llamaba «thermoláctica» para combatir el frío al
salir a la calle. En casa muy bien, pero en la calle éramos mucho más sensibles
al frío. Con toda esta experiencia, decidimos que no era bueno tener la casa
demasiado caliente, con lo que paulatinamente fuimos bajando los grados hasta
dejarlos en 22, una temperatura agradable que requería estar vestido en casa
pero que mejoró nuestras condiciones de vida cuando salíamos a la calle.
Los que tengan niños pequeños habrán visto que estos nunca
tienen frío. Es corriente también ver a jóvenes por la calle en camiseta de
manga corta pero probablemente no es que no tengan frío, sino que van haciendo
el tonto. La sensación térmica es una cuestión personal, pero recuerdo
numerosas discusiones con mis hijos para que se abrigaran al salir a la calle
pues lo común es que se pongan los abrigos en función del frío que tenga la
madre o el padre.
La calefacción en los hogares es una bendición y como hemos
comentado un índice de calidad de vida, pero que hay que manejar con cuidado
por lo anteriormente expuesto. Pero en muchas casas, en formato piso, hoy en día
no solo viven personas sino también animales de compañía. En estos días de
invierno y lluvia, he visto que muchos de los perros que pasean sus dueños por
la calle van vestidos con ropa de abrigo. Si tecleamos en Google «ropa de
abrigo para animales» podemos hacernos una idea de lo que es este
mundillo. Claro, los animales, los perros, viviendo en un hogar con calefacción
la mayor parte del día, no pueden salir a la calle «desabrigados» porque corren
el peligro de constiparse, con lo que habrá que llevarlos al veterinario,
hacerles una radiografía, y tomar la medicación correspondiente. ¿A qué nos
suena esto?