Los que ya contamos nuestros lustros de vida con números de
dos cifras hemos asistido a unos cambios tan profundos que muchas veces nos cuesta
asimilarlos. Somos testigos privilegiados, aunque no siempre partícipes, de
formas nuevas de hacer y de pensar que si volvemos la vista atrás nos parecen
imposibles en tan corto espacio de tiempo. Hay muchos ejemplos y uno de ellos
podrían ser las simples viviendas de hace cincuenta años en las que el agua
corriente y no digamos el teléfono o la televisión eran conceptos ausentes a
los que muchos no tenían acceso en esta España de nuestras entretelas.
Cuando las «cosas» se han digitalizado y han podido ser manejadas
por los ordenadores y transmitidas a través de la red, han perdido su
corporeidad y, como bien transmite en sus enseñanzas mi admirado profesor y
maestro Antonio Rodríguez de las Heras, se han desubicado, pudiendo estar
presentes en multitud de lugares en un mismo instante. Un ejemplo de estos
cambios vertiginosos es la fotografía.
Hogaño…
En un viaje reciente de mi hija con amigas por Europa
utilizando InterRail, su primer destino
era Bruselas. El primer monumento que visitaron fue el emblemático Atomium. En un instante, multitud de
fotografías inundaron los teléfonos de sus familiares y amigos a través de WhatsApp,
Instagram u otras. Prácticamente en directo todos estábamos viendo lo mismo que
ella y lo teníamos disponible, ya para siempre si sabemos conservarlo, en
nuestros dispositivos. Desubicación y momentaneidad multitudinaria en una
operación que es común para gran parte de la humanidad en estos días de 2019
pero que era ciencia ficción hace una decena de años tan solo.
Antaño…
Mientras recibía las fotografías del Atomium de mi hija, recordaba un viaje en coche que hice en 1981 en
el que uno de mis destinos fue también Bruselas. También se hacían fotografías
en aquella época, pero de manera dramáticamente diferente. Los entrados en edad
recordarán las máquinas fotográficas y sus carretes. ¿Instantaneidad en ver los
resultados? ¿Multitud de fotografías? Quía. Conservo más o menos ordenado el
archivo de diapositivas de mis viajes y me dio por buscar las fotos que yo tenía
del Atomium: dos fotografías, una
exterior y otra interior. Únicamente DOS. Los jóvenes se preguntarán el porqué
de esa exigua cantidad.
Gran aficionado a la fotografía por aquella época, cargaba
en mis viajes una enorme bolsa fotográfica en la que llevaba dos cuerpos de
cámara con varios objetivos intercambiables. Lo de los dos cuerpos era para tener
la posibilidad de tomar fotos en blanco y negro en uno de ellos y en
diapositivas en otro. Las cámaras se alimentaban con carretes de película que
por lo común eran de 36 fotografías y que necesitaban un posterior revelado en
el caso de las diapositivas y positivado a papel en el caso del blanco y negro
o color. En la parte del color, utilizaba como ya he comentado diapositivas y
solía hacer bastantes a lo largo del viaje, aunque (muy) pocas de cada lugar,
¿Por qué? Las fotografías hoy en día son (casi) gratuitas y podemos darle al
obturador de nuestras cámaras o teléfonos sin preocuparnos del coste.
En aquel viaje que duró casi un mes por diversos países de
Europa utilicé 24 carretes de diapositivas, unas 960 fotografías, ya que mis
carretes no eran convencionales y los apuraba un poco hasta llegar a las 40
instantáneas. Había que tener en cuenta no solo el precio del carrete sino
también el coste de su posterior revelado, aunque los había de algunas marcas
como Perutz o Agfa que se adquirían con el revelado ya incluido en el coste. La
memoria me puede traicionar y quizá alguien se acuerde con más precisión, pero
entre el precio del carrete y su revelado podrían ser unas quinientas pesetas
de la época, lo que en este viaje suponía un total de 12.000 pesetas, unos 72
euros al cambio hoy en día. 72 euros en fotos de un viaje hoy en día es incluso
mucho, pero 12.000 pesetas en 1980 eran una barbaridad.
Para ahorrar, yo compraba la película en bruto: latas
profesionales de 30 metros que había que manejar en el cuarto oscuro para
cargar los carretes. Para ello yo me fabriqué con la ayuda de un amigo herrero
el artilugio que puede verse en la imagen que acompaña a esta entrada. Una
«máquina cargadora» de carretes. Situaba la bobina con los 30 metros utilizando
como eje el clásico bolígrafo BIC de la época, exactamente igual en la
actualidad, enganchaba con esparadrapo la película en el carrete y con 29
vueltas a la manivela ─según puede verse en la leyenda escrita en la propia
máquina─, tenía preparado mi carrete de 36. En el caso de las diapositivas para
viaje le daba un par de vueltas más, con lo que llegaba a 40, lo que me valía
la reprimenda del laboratorio que me amenazaba con cobrarme una cantidad extra
por esas tres o cuatro diapositivas de más que tenía cada carrete. Por otras
actividades, yo era un buen cliente del laboratorio, PIX se llamaba, y de un
año para otro se olvidaban de este pequeño tejemaneje en el número de fotos por
carrete.
Hogaño…
Una tarea pendiente, eternamente pendiente, es digitalizar
mi archivo fotográfico. Miles y miles de diapositivas y negativos en blanco y
negro y color esperan pacientemente en sus archivadores en el fondo de un armario
a que algún día les llegue la hora de «modernizarse» y ser trasladados a los
discos duros y entrar a forma parte de esa globalidad que impera hoy en día.
Pero es una tarea ingente que requiere una gran cantidad de tiempo y que voy
posponiendo día tras día, pues la selección y escaneo hay que hacerlos con gran
disponibilidad de tiempo y recursos.
Por de pronto, envidioso sano, las únicas dos instantáneas
del Atomium que yo tomé en 1981 están
puestas en modernidad y han conocido las mieles de su puesta de largo en las
redes como una respuesta modesta a la inundación actual de mi hija.