Refranes y dichos que llevan mucho tiempo entre nosotros
pueden verse afectados y sufrir matizaciones en la actualidad: ya no se podrá
decir de forma rotunda aquello de «te has
puesto rojo como un tomate», porque los tomates, al menos no todos, ya no
son de color rojo.
Los tomates rojos que todos conocemos «de siempre» llevan
unos quinientos años entre nosotros, desde que los españoles conquistamos
México en tiempos de Hernán Cortés, donde los aztecas cultivaban los xïctomatl como alimento, si bien eran
originarios de Perú. Por su facilidad de cultivo y sus propiedades alimenticias
fueron traídos a Europa hacia 1540 donde se extendieron rápidamente
¡Aquí hay tomate!
Mis más ancestrales recuerdos del tomate se remontan a mis
ocho o nueve años. Pasaba temporadas en verano en el toledano pueblo de mi
madre, Torrijos, donde íbamos con mi abuela a visitar a mis tíos y primos. Uno
de mis tíos, Rafa, tenía una huerta de la que vivía y en la que cultivaba todo
tipo de verduras y hortalizas, bien para la venta directa a sus convecinos bien
para usos industriales, como era el caso del tomate. Era un tomate de los
llamados de pera, que puntualmente recogían camiones para llevarlos a una
fábrica donde se embotaban.
En aquella época la comida del día no daba problemas pues todos
los días del año consistía en lo mismo: por la mañana sopas de pan en leche,
algunas veces con algo de canela cuando había, a mediodía cocido madrileño y
por la noche los restos del cocido de mediodía, la llamada «ropa vieja». Lo de
la cena me resultaba un poco cansado y repetitivo.
Eran otros tiempos y no era extraño que un niño de apenas
ocho años se diera completamente solo un paseo hasta la huerta, distante algo
más de tres kilómetros del pueblo. Solía acudir por las tardes a «ayudar» al tío Rafa en lo que podía,
para luego a última hora de la tarde venirme con él en el carro tirado por una
mula que, no se lo pierdan, entraba por el pasillo de la casa hasta el patio
trasero donde tenía su cuadra. Antes de venirnos y con el permiso
correspondiente, cogía directamente de la mata tres o cuatro tomates que me
servirían de cena, una cena un poco diferente a la de los demás como ya he
comentado. Si las gallinas habían puesto huevos suficientes ─mi tía también los
vendía junto con los productos de la huerta─ convencía a mi abuela para que me
hiciera un huevo frito, todo un lujo el día que se podía.
Ya en tiempos más recientes, una de mis cenas preferidas es
la de tomate con una lata de atún. A finales del siglo pasado tenía la suerte
de tener un compañero de oficina, Pepe, que todos los fines de semana iba a un
pueblo de la provincia de Ávila, Sotillo de la Adrada, donde conocía a gente
que tenía tomateras. Todos los lunes de temporada, aparecía en la oficina con
dos o tres kilos de sabrosos ejemplares que me servían para las cenas de toda
la semana en la época en que se cultiva normalmente el tomate, que son los
meses de julio y agosto (mencionaré que nunca tomaba las vacaciones en verano pues era cuando mejor se estaba en la oficina). El tomate, una fruta
de temporada, ahora está disponible todo el año en los supermercados pues se
trae de cualquier rincón del globo, aunque a un alto precio: los tomates,
arrancados de la mata cuando no están maduros y conservados en cámaras, cuando
llegan al consumidor no saben prácticamente a nada.
Al final yo procuro comer los tomates en su temporada y
comprarlos en mercadillos donde los venden los propios hortelanos que los han
recolectado el día anterior. Desde hace unos años tengo la suerte de que hay
una huerta en el lugar donde paso las vacaciones a cien metros de mi casa. Era
casi una rutina diaria a última hora de la tarde acercarme a la huerta y coger
directamente de la mata un par de tomates que me servían de cena. El hortelano,
Gabriel, me cobraba algunos euros al final de la semana, pero lo de coger tú
mismo directamente de la tierra lo que te vas a comer tiene un saborcillo
ancestral que ya hemos perdido en la sociedad actual.
Pero hace desde hace tres o cuatro años esta pequeña
satisfacción se interrumpió. Una plaga había afectado al cultivo de tomates en
la zona de tal manera que la hacía inviable desde un punto de vista comercial:
había que gastar más en productos fitosanitarios que lo que luego se obtenía
por la venta.
Sin embargo, este año, un día cuando paseaba por los
aledaños de la huerta, Gabriel me llamó y me contó una historia. Un amigo suyo,
ejecutivo de una gran empresa, es muy aficionado a todo lo relacionado con el
tomate. En sus frecuentes viajes a China y a Japón por razones comerciales,
este amigo le ha traído a Gabriel unas semillas «nuevas». Gabriel las plantó a
principios de verano como curiosidad y para su consumo familiar y la cosa ha
funcionado, eso sí, esa zona del invernadero con las tomateras parece un
colorín.
Hoy en día se conocen casi un centenar de variedad de
tomates: natural, cherry, kumato, raf, pera… todos ellos disponibles en los
supermercados o mercadillos. Pero quién diría que todas las piezas que pueden
verse en la fotografía que encabeza esta entrada son tomates. Algunos parecen,
por sus colores, formas y tamaños verdaderas ciruelas. Pues todo son tomates,
resultado de las semillas de oriente plantadas por Gabriel y que ha tenido a
bien regalarme para que los pruebe. Y haciendo abstracción de sus colores, hay
que decir que su sabor es magnífico.
Cómo no se utiliza como tal, pocos sabemos que el tomate es
en realidad y botánicamente hablando una fruta, pues en su interior están
contenidas las semillas. Aunque el
lector ya lo habrá deducido, «XÏCTOMATL»
es el nombre azteca asignado al tomate por sus primeros cultivadores allá en México
y que derivó en «tomate» en su adaptación entonces castellana y ahora española.