Vaya por delante que mi relación con esta prenda ha sido de amor y odio a lo largo de mi vida. Para ser más exactos y hacer honor a la verdad, de odio más que de amor.
Por recuerdos y fotos familiares, porté por primera vez una a los seis años, con motivo de mi confirmación eclesiástica. Antes las cosas eran diferentes y ese
sacramento tenía lugar antes de la comunión, que se hacía a los siete años. No sé si es que ahora los niños son de otro grado de madurez pero en eso la Santa Madre Iglesia si ha cambiado algo y ambos sacramentos tienen lugar de forma invertida, con 16 y 10 años respectivamente.
No recuerdo verme en la tesitura de vestir corbata hasta la edad de diciesiete años, con la que accedí a un puesto de auxiliar administrativo en una oficina bancaria. Por aquellos años, al estar de cara al público era preceptivo según las normas de la entidad el ir adecuadamente vestido. Traduzcamos lo de adecuadamente por llevar chaqueta y corbata. Ya empecé a tomar animadversión a la prenda porque aparte de la imagen lo único que representaba era un estorbo al tener que estar sentado en una mesa o detrás de un mostrador realizando tareas administrativas que no se realizaban mejor ni peor por llevar la dichosa prenda alrededor del cuello.
Al cabo de un año dejé la atención al público y me trasladé a un departamento central de la misma entidad. Recuerdo el primer día en el que me presenté con mi traje y corbata pero enseguida pude apreciar que la vestimenta allí no seguía esos cánones. Algunas personas del departamento, fundamentalmente jefes y “primeros espadas” sí vestían corbata pero era por tener que asistir a reuniones con otros departamentos. Fui viendo el cielo abierto y abandonando progresivamente su uso. Yo me desplazaba en transporte público invirtiendo más de una hora en cada trayecto y la chaqueta y la corbata no eran lo más apropiado. Incluso recuerdo que hubo una vez un conato de intento por parte de nuestros jefes de obligarnos a vestir con la dichosa prenda. Al día siguiente a la perorata asistimos todos debidamente encorbatados pero uno de los compañeros, Antonio, tuvo una idea genial: una chaqueta de colorines y una corbata en tono naranja chillón con lunares de diversos colores más chillones todavía. Un buen y perfecto toque de atención. Aquello fue el determinante para que no hubiera más imposiciones aparte de las que cada uno, en función de su actividad, se quisiera autoimponer, fundamentalmente en el caso de reuniones formales con otros departamentos o incluso con otras empresas.
Con esto llegué a abandonar prácticamente el uso de la prenda, no solo en el ambiente laboral sino en el privado, en que me resitía a ella todo lo que podía. Siempre hay alguna excepción, como por ejemplo la propia boda, donde hubo que pasar por el aro aún habiendo pensado detenidamente en no hacerlo.
Pasaron muchos años hasta que se produjo un cambio de empresa. Al no saber como estaría el tema en la nueva ubicación, me tuve que proveer de chaquetas y corbatas porque a la sazón solo tenía el traje de mi boda que me entraba a duras penas. Pocos días duró la corbata de forma permanente, aunque llegamos al compromiso de disponer de una taquilla donde tenía yo de forma permanente un par de chaquetas y algunas corbatas de forma que en un determinado momento y ocasión podía transformar mi aspecto aunque fuera de forma temporal. Esto del ropero en el trabajo fue un buen invento que permitió poder llevar corbata solo en momentos muy puntuales y cuando era absoluta y estrictamente necesario.
Por aquellas fechas constituímos una asociación gastronómica alrededor del cocidito madrileño. Una vez al mes se celebraba una comida y en ella, por sus estatutos era necesario vestir con corbata. Esos días eran especiales y recuerdo acudir al trabajo de punta en blanco, encorbatado, de forma que ya los compañeros sabían que ese día era día de comida solo por el atuendo que llevaba y que chocaba de forma palpable con mi devenir diario.
Ahora trabajo por libre, haciendo algunas chapucillas por aquí y por allá. De nuevo me asalta el fantasma de la corbata. En la primera reunión de contacto con nuevos clientes no me queda otro remedio que ponerme el lazo al cuello. Pero una de las primeras cosas de las que trato, de forma abierta que sorprende, es de la obligación o no de vestir esta prenda en el desarrollo del trabajo. Hay de todo, pero por el momento me voy escapando casi completamente, aunque siempre hay algún gracioso que hace la alusión correspondiente.
En una de las empresas para las que ultimamente he trabajado tienen la imposición como empleados de vestir traje y corbata. Pero solo de lunes a jueves. El viernes se permite, y gran parte de ellos lo utilizan, el llamado “casual wear”, es decir, ropa informal. Otro asunto que me ha llamado siempre la atención es el uso de corbata con camisas de manga corta, especialmente en verano, cuando en las oficinas el aire acondicionado mantiene una temperatura igual que en invierno o incluso más fresca.
Por mucho que lo pienso solo puedo ver en la corbata una prenda decorativa. No le encuentro ninguna parte práctica, aparte de la estética. Cuando se trata de estar de pié veo bien la chaqueta y la corbata pero en cuanto que la actividad se desarrolla sentado, es más bien un impedimento y un estorbo.