En algún momento se ha achacado al género femenino la cualidad de ser cotilla, pero no me negarán que un poquito de ello llevamos todos dentro. Y por poner un ejemplo se me ocurre el atasco que se produce en una autopista cuando tiene lugar un accidente en el carril contrario. Los conductores, féminas y no féminas, ralentizan su velocidad hasta casi detenerse para poder olisquear lo ocurrido, a riesgo de generar un nuevo accidente y congestionando la marcha en un carril en el que no ha ocurrido nada. En otros paises, como el Reino Unido, la policía despliega unas grandes mamparas para disuadir a los curiosones.
Ciertas profesiones tienen igualmente asociada la etiqueta de husmeadoras. Pongamos por caso a los porteros de fincas, aunque es parte de su misión eso de estar al tanto de todo lo que ocurre. También es misión de los jefes estar vigilantes de las tareas con las que se entretienen sus empleados.
A lo largo de mi vida profesional siempre he sido un trabajador de último nivel. Nunca, salvo dos únicos días en bastantes años, he tenido personas bajo mi mando o dirección. Con ello quiero manifestar que jefes, coordinadores, encargados o como queramos llamarlos si que he tenido unos cuantos. En este apartado de los fisgoneos en el que estamos inmersos, recuerdo especialmente a tres de ellos que llevaban el control de sus empleados mucho más alla de lo que parece que debería ser: eran unos auténticos gulusmeros. El haber sido mi principal profesión la de informático en centros de proceso de datos de grandes dimensiones, donde siempre trabajamos conectados al ordenador y dejando rastro preciso de nuestras acciones, ha facilitado el seguimiento.
Mi buen amigo Félix dice, con mucha razón, que lo que importa son los hechos. Las palabras se las lleva el viento. Del primero de los tres que voy a comentar no puedo demostrar nada porque por aquellos tiempos los ordenadores en casa no estaban al mismo nivel que hoy en día. Pero de los dos últimos guardo información probatoria que puede servir para demostrar el relato que viene a continuación.
El primero de ellos empleaba buena parte de las primeras horas de la mañana en fisgar nuestros ficheros de datos y trabajos para deducir en que habíamos empleado el tiempo el día anterior. No había internet ni correo electrónico por aquel entonces con lo que nuestras pantallas solo podían arrojar datos de trabajo. Nunca comentaba nada, pero con el tiempo, en alguna reunión aparecía una alusión a eso que hiciste y de lo que no te acordabas, algunas veces porque había deducido cosas que ni siquiera habían tenido lugar o habían sido empleadas para otros menesteres. De él me libré cambiandome de empresa, como hicimos cuatro de las cinco personas que por aquel entonces constituíamos el departamento bajo su mando.
El segundo jefe con personalidad entrometida que me tocó en suerte algunos años después era más un preguntón que otra cosa. Nuestras mesas estaban juntas, físicamente juntas. Cuando alguien me llamaba por teléfono, mientras estaba hablando, me pasaba notas escritas en papel con mensajes del tipo ¿quién es? ¿qué quiere? ¿dile que venga a verme a mí? y sutilezas por el estilo. Le hubiera gustado tener una orden del juez para pincharme el teléfono. No se contentaba con eso sino que en alguna ocasión en que me llegó un fax a mi nombre se permitió el lujo de decirme que lo había cogido él y lo había contestado, sin ni siquiera dejármelo ver. De este segundo jefe me libré yendo al jefe superior y planteando mi dimisión irrevocable del departamento por incompatibilidad con semejante curiosón, lo que me costó estar casi dos años en un rincón sin trabajo efectivo real al que dedicarme. Por lo menos me seguían pagando puntualmente el sueldo hasta que el fisgón fue relevado de sus funciones y su sustituto, una persona normal, me recuperó para el departamento.
El tercero ya fue peor. Era enfermizo. El sistema informático lleva un “log” donde registra línea a línea lo que todos los eventos que van ocurriendo y los usuarios que los realizan. Se lo leía entero, de cabo a rabo, y cuando algo o alguien le llamaba la atención, no solo yo, se ponía manos a la obra a enterarse hasta la última coma de lo que estaba haciendo. Cuando se quedaba satisfecho volvía al “log” y retomaba su husmeo en el punto donde lo había dejado y así prácticamente durante todo el día. Debería tener poco trabajo o no lo hacía, dada la gran cantidad de horas que dedicaba a hacer de aprendiz de pacotilla de Sherlock Holmes. Lo que él nunca supo es que yo disponía de un programa que habíamos hecho entre varios hacía algunos años y que denominabamos “mirón” y que servía para ver en tiempo real en mi pantalla una copia exacta de lo que estaba viendo en su pantalla cualquier otro usuario. De vez en cuanto activaba el “mirón” con la clave de usuario de este jefe y veía, y guardaba en mi disco duro, ahora sí, los fisgoneos que a mi o a otros realizaba. Si este hombre hubiera tenido el “mirón” hubiera sido el “rey del mambo” y hubiera disfrutado como un enano con una herramienta que parecía hecha para él y solo para él. Sigue de jefe allí por donde le dejé y supongo que seguirá fisgando a todo fisgar. Nuevamente me libré de él cambiando de departamento, aunque aguanté algunos años bajo su “controladora” dirección. Guardo montones de pantallazos y correos electrónicos que dan fé de sus actividades olfativas.
Claro que al fisgarle yo a él también me convertí en un fisgón. Pero dice el refrán, adaptado, “que quién fisga a un fisgón tiene cien años de perdón”. Otros refranes, un poco irreverentes rezan “al fisgón, cuando menos, patada en los cojones” y otro de nuestros hermanos mejicanos “al fisgón, cuando menos, un trompón”. Pues eso.