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miércoles, 12 de enero de 2011

AREAS


Tengo que reconocer que desde muy joven he tenido suerte en mi relación con el mundo de la automoción. Al mes escaso de cumplir los dieciocho años y obtener el permiso de conducir, adquirí mi primer coche, un SEAT 127, que utilicé con profusión al descubrir que viajar, y viajar en coche, tenía para mí una atracción especial. De siempre me ha gustado conducir, más si los viajes eran ciertamente largos y menos si lo que se trataba era de desplazamientos cortos, frecuentes y repetitivos.

Así, y vuelvo a dar gracias por mi buena suerte, siempre he dispuesto de coche y dinero suficiente para combustible. Si bien mi trabajo ha estado desde aquella época distante de mi casa, he procurado utilizar el transporte público y dejar el coche aparcado que es como mejor está, en mi modesta opinión, evitando el tenerlo que coger día tras día.

A principios de los ochenta del siglo pasado, inicié una serie de viajes en mi propio coche por Europa, recorriendo kilómetros y kilómetros por todo tipo de carreteras y llegando a sitios tan dispares como el norte de Noruega, el sur de Grecia, Budapest o las tierras altas de Escocia, por poner algunos ejemplos. En el de Noruega se hicieron más de catorce mil kilómetros. Cargado el coche con la tienda de campaña y todo tipo de comida que no se estropeara, era una gozada lanzarse a las carreteras y conocer sitios, paisajes y gentes diferentes. Y en aquella época no existía el euro y había que estar haciendo acopio de monedas de cada país por los que ibas pasando, toda una aventura.

Yo era, ahora ya no y luego lo explicaré, de los de arrancar el coche y no parar salvo la necesidad perentoria de echar gasolina. Craso error. Voy a referir aquí dos experiencias entresacadas para al final referirme a lo de “áreas”.

La primera, en 1990 fue el viaje a Escocia. Embarqué mi coche, un PEUGEOT 309 diesel en el ferry en Santander y tras una noche de navegación nos “descargaron” en Plymout, circulando por la izquierda, para atravesar toda Gran Bretaña hacia el norte hasta alcanzar las tierras altas de Escocia. En las autopistas había áreas de servicio, muchas o todas ellas denominadas con el español nombre de “Granada”, donde era una delicia detenerse. Daba pena pasar sin parar. Juegos para los niños, jardines, aparcamiento señalizado, baños limpios donde poder incluso ducharte o afeitarte, restaurantes económicos o más caros, en fin, una serie de servicios que invitaban a detenerse y descansar un rato y aprovechar para poner combustible, ir al baño o comer. A lo largo del viaje, de más de siete mil kilómetros, paramos muchas veces en estas áreas de servicio. A la vuelta a España, y por aquello de ir unos días a la playa en verano, nos desplazamos cuatro o cinco días a Peñíscola. En la autopista del mediterráneo, paramos en un área de servicio a cenar algo. Era de noche, el aparcamiento estaba a oscuras con unos pocos fluorescentes. Multitud de carteles anunciaban que se dejara el coche cerrado y sin cosas a la vista. Por un poco de jamón de york, agua y un yogurt nos metieron un “palo” del que todavía estoy temblando. En fin, todo eran facilidades para facilitar la parada de los conductores.

El segundo ejemplo es un viaje realizado a Munich. Mi mujer estaba embarazada y el desplazamiento en coche de más de cinco mil kilómetros se hizo con la condición impuesta por la ginecóloga de detenerse diez minutos cada dos horas y andar un poco, aunque fuera dando vueltas al coche. El primer día hicimos mil cuatrocientos kilómetros con esta cantinela de parar cada dos horas. Quizá tardásemos más pero lo cierto es que tras esa “paliza” de kilómetros llegamos descansados, con ganas de ir a dar un paseo por la ciudad. Desde entonces paro cada dos horas y noto que llego mucho más descansado al destino. Tangencialmente diré que en este viaje visitamos muchas áreas de servicio españolas, francesas, alemanas y alguna suiza y austriaca.

El domingo pasado retorné, en coche, desde Saint Lary Soulan, en el pirineo Francés hasta Madrid. Los setecientos veinte kilómetros a cubrir sugerían dos paradas intermedias. La primera la hice en el área de servicio de la autopista francesa A-64 de Hastinges. Una delicia, mesas para picnic, aparcamiento señalizado, jardines cuidados, baños limpios y hasta una exposición preciosa sobre el Camino de Santiago que pasa por allí. Por supuesto gasolinera y servicios de restauración también.

La segunda parada ya en tierras españolas en un espacio pasado Vitoria que no sé cómo denominar en la autopista, de peaje, que va a Burgos. La gasolinera con pago previo en los surtidores, la cafetería sin comentarios y el coche hubo que dejarlo “por allí”. Llevábamos bocadillos para un picnic que nos tuvimos que comer de pié al lado del maletero del coche y guardar los papeles y los restos en una bolsa en el propio coche porque las pocas papeleras que había allí estaban llenas a rebosar. Baño en la gasolinera o en la cafetería.

Al menos en este aspecto de las áreas de servicio nos falta un largo camino que recorrer, ya que muchas de ellas en nuestro país son simples negocios de gasolinera y cafetería o restaurante que mantienen estrictamente sus locales y no muy bien en la mayoría de los casos que conozco. No sé si el Ministerio de Fomento o quién debería tomar cartas en el asunto y establecer unos requisitos mínimos de tramos y condiciones para estas áreas que invitaran al viajero más a parar que a pasar de largo. Y eso que los peajes no son especialmente baratos que digamos. Como referencia, en los setecientos kilómetros, los peajes han supuesto la cantidad de cuarenta y dos euros a la ida y otros tantos a la vuelta.