En estos últimos tiempos me estoy volviendo un verdadero aficionado a la Historia, así, con mayúsculas. Un dicho con recorrido afirma que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Los hechos, muy especialmente los negativos, se repiten una y otra vez porque no conocemos o nos olvidamos del pasado. Renunciar a la memoria, a la memoria histórica, es volver a pasar por situaciones que ya tuvieron lugar y que al repetirse, nuestro desconocimiento puede llevarnos a caer nuevamente en los mismos errores. En suma, sus lecciones por lo general no se aprovechan.
Pasé por encima de esta asignatura en cuarto de bachillerato, hace ya muchos años y aunque la aprobé con buena nota, muy buena nota, no recuerdo que me hiciera ninguna ilusión. De hecho, poco poso me quedó, amén de recordar que en todo el curso revisamos poco más de la mitad del libro de texto. Las causas pudieron ser múltiples, pero ahora veo claro que gran parte de la responsabilidad la tuvo el profesor, del que recuerdo hasta su nombre: P. Modino. Hay que reconocer que los libros de la época no pueden competir con los actuales ni los medios que había al alcance de los profesores se parecían lo más mínimo a los de ahora. Solo con pensar en el “powerpoint” actual arrojando datos e imágenes en la pantalla se nos nubla la vista comparándolo con lo anterior, que era nada, simplemente nada, unas pocas diapositivas. Pero un buen profesor, hablando y transmitiendo ilusión y motivación a sus alumnos, puede suplir hasta el más deficitario de los libros. Hacíamos alusión a uno actual en esta
entrada, que por no tener no tiene ni una imagen, páginas y páginas de texto, pero que engancha al lector hasta hacerle amar la historia.
En los momentos actuales me ha dado por focalizarme en un período de la historia de España que comprende la segunda mitad del siglo XV y todo el XVI, una época de esplendor cubierta prácticamente en su totalidad por cuatro monarcas: Enrique IV, los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II. Dentro de este período, en los cien años transcurridos de 1454 a 1555 vivieron y tuvieron relación con esta historia tres personajes que han sido vilipendiados repetidamente y que lo poco o mucho que ha llegado hasta nosotros de ellos ha sido despectivo. Me quiero referir a tres Juanas. Juana de Portugal, segunda esposa de Enrique IV, tachada de adúltera, madre de otra Juana, la despectivamente denominada “La Beltraneja” y por último otra Juana, Juana I de Castilla, hija de los Reyes Católicos, a la que mantuvieron encerrada en un castillo en Tordesillas durante 46 años y que ha llegado hasta nuestros días con el sobrenombre, ofensivo y humillante a más no poder, de “La Loca”.
Las lecturas que he acometido en estos últimos meses me han hecho cambiar radicalmente mi punto de vista con respecto a estas tres mujeres de nuestra historia. Habría mucho que hablar del asunto y no hay sitio ni es lugar este blog, pero quisiera apuntar unas breves líneas en defensa de cada una de ellas que por lo menos nos hagan recapacitar y poner un poco en cuestión la información recibida.
La primera,
Juana de Portugal, nacida en 1439 y nada menos que hermana del rey portugués Alfonso V, tuvo que lidiar con el mostrenco de su marido, Enrique IV, al que por algo le pusieron el sobrenombre de “El impotente”. Su primera esposa, Blanca de Navarra, tuvo que retornar a su reino navarro tras diez años de “matrimonio” tan virgen como cuando vino. Esta nuestra Juana, huérfana de padres y educada por un tutor, fue entregada en matrimonio a un Enrique IV ya talludito cuando contaba dieciséis años. A pesar de su instrucción y su convicción en colaborar en su misión como procreadora, pasaron varios años sin que el rey ni siquiera apareciera por sus aposentos ni tampoco la rozara lo más mínimo. Como para perder la cabeza en una corte ajena sin nadie a quién confiarse. Nunca se demostró que su hija Juana, la denominada “Beltraneja” por achacarse su paternidad al valido Beltrán de la Cueva, no lo fuera también de Enrique IV. Muchos intereses estaban en juego, pero principalmente la corona de Castilla e Isabel La Católica, que si ha pasado por muy buena a la posteridad, era una de las más interesadas en que su hermanastro Enrique IV muriera sin descendencia. ¿Pucherazo? Quién sabe. Al parecer nunca se podrá demostrar la paternidad efectiva de Enrique pues el cadáver de su hija desapareció en el terrible terremoto del día de Todos los Santos de 1755 en Lisboa. Y por ello y aun disponiendo de los huesos de Enrique IV hallados en el monasterio de Guadalupe, no se pueden realizar estudios de ADN con métodos modernos que pudieran certificar de forma fehaciente la paternidad. Juana de Portugal, separada de su hija, encerrada y vejada repetidamente por su propio marido, acosada por unos y otros incluso prelados eclesiásticos, al final conoció el amor y tuvo otros hijos que la hicieron feliz como mujer. ¿Adúltera? Sí, pero quizá a la fuerza y tras penar mucho. Falleció a los treinta y cinco años edad, en 1475.
La segunda,
Juana sin más, maledicentemente apodada “La Beltraneja o Beltranica”, nació en 1462 con el estigma de ser menospreciada por unos y otros desde que vino a este mundo. La supuesta paternidad atribuida a Beltrán de la Cueva, valido del rey, fue explotada por unos y otros hasta la saciedad. Hasta su propio padre Enrique IV firmó acuerdos “por el bien de la corona” en los que la excluía de la sucesión. Con estos mimbres hasta el más tonto construye un cesto. Fue moneda de cambio como posible esposa de unos y otros, castellanos, franceses y portugueses, llegando a casarse con su tío Alfonso V de Portugal con trece años. A la postre, su propia tía y madrina Isabel la Católica intervino muy activamente en los acuerdos de Alcaçovas con Portugal para apartarla de la circulación y hacerla profesar como monja, dejándola encerrada y bien vigilada en los conventos de Santa Clara primero en Santarém y luego en Coímbra, a la temprana edad de quince años. Finalmente y hacia el año 1500, cuando contaba treinta y ocho, los reyes de Portugal le protegieron y otorgaron morada en el palacio de la Alcazaba lisboeta, actual castillo de San Jorge, donde vivía con gran aparato, llegando a insinuar en más de una ocasión que podían recuperarse sus derechos a la corona de Castilla. Firmaba siempre como “Yo la reina” y era conocida por los portugueses como “La excelente señora”. Falleció el 28 de julio de 1530 a la edad de sesenta y ocho años, siendo teóricamente enterrada en el monasterio de Santa Clara, pero sus restos desaparecieron como ya se ha comentado.
Y por último la tercera,
Juana I de Castilla, sufrió todo lo insufrible y generalmente de manos de sus teóricamente seres queridos. Nacida en 1479 como hija tercera de los Reyes Católicos y por tanto con muy pocas posibilidades de acceder al trono castellano, fue brillante en su formación, muy por encima de sus hermanos, destacando en lenguas y música, llegando a tañer algún instrumento con maestría. Por cuestiones políticas y de conveniencia fue pactado su matrimonio con el archiduque Felipe de Habsburgo, que luego sería conocido por el sobrenombre de “El Hermoso”, dadas sus características personales. En aquella corte flamenca, con costumbres muy diferentes a las suyas y enamoradísima de su marido, sufrió numerosos desplantes e infidelidades por parte de él, lo que quizá fuera la causa de hacer aflorar estallidos de cólera y episodios en los que perdía el control por enormes ataques de celos, que hay que mencionar que solo tienen las personas verdaderamente enamoradas. Aun así, en la decena de años que transcurrieron hasta la muerte de Felipe tuvo sin ningún problema seis hijos, todos sanos y fuertes, que vivieron muchos años. Llegó al trono de Castilla en 1504 al morir su madre Isabel la Católica debido a los fallecimientos de sus dos hermanos mayores, Juan e Isabel e incluso el hijo de esta, Miguel. Primero su marido Felipe, luego su padre Fernando el Católico y más tarde su propio hijo Carlos I urdieron todo tipo de componendas para exacerbar y magnificar su supuesta locura y hacerse con el poder, encerrándola durante cuarenta y seis años en el castillo de Tordesillas bajo carceleros a cada cual más toscos en su trato hacia ella, excepto uno y por poco tiempo. Tuvo la posibilidad de salir de allí para desposarse con el anciano rey de Inglaterra, Enrique VII, pero los intereses económico-políticos de su propio padre hicieron fracasar la tentativa del rey inglés, aunque no estaba claro que ella hubiera estado por la labor. Murió en 1555, a la edad de setenta y seis años y siempre fue reina, pues todos se cuidaron muy mucho de reinar “en su nombre” por su “incapacidad”.
En suma tres mujeres maltratadas y vilipendiadas por la historia que merecen algo más de respeto al conocer los contextos en los que tuvieron que desenvolverse en la vida.
Unas sucintas biografías pueden encontrarse en esta
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