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domingo, 28 de julio de 2013

MERIENDA


Con el paso del tiempo, la merienda ha desaparecido casi por completo de los hogares españoles o al menos esa es mi sensación. Quizá se mantenga de alguna forma para las edades más tempranas por aquello de la buena alimentación para crecer sanos y fuertes. Lo cierto es que esta pequeña ingesta vespertina es un aporte nutritivo en el período que transcurre entre la comida del mediodía y la cena, que puede resultar demasiado amplio, especialmente en los horarios españoles y
más aún si el niño come en el colegio, por lo general sobre la una o las dos de la tarde y la familia cena a eso de las nueve o las diez. Lo fundamental es que no interfiera en el proceso digestivo de la comida del mediodía y quede lo suficientemente alejada de la cena para no afectar a esta. Un pequeño tentempié planificado evitará el picar entre horas o llegar a la cena con hambre devoradora.

Pero no son consejos nutricionales lo que yo puedo ofrecer aquí. Esta semana me he retrotraído a esa época de la niñez que en mi familia era un acto diario y no soslayable, del que se encargaba con manu militari mi abuela Jesusa, que nos preparaba el condumio y controlaba que diéramos buena cuenta de él. La verdad es que no tenía que esforzarse mucho porque las meriendas estaban buenísimas a pesar de ser “sota, caballo y rey”. El problema eran las peleas entre los hermanos por los turnos en base a que había un pequeño y delicioso manjar del que no había para todos, por lo que se trataba de ir alternando los días y llevar buena cuenta de ello para evitar que se saltasen los turnos. La merienda especial estaba formada por un par de rebanadas generosas de pan en las que mi abuela depositaba la nata que se había formado en el cueceleches a la que añadía azúcar: un manjar de reyes, pero solo disponible para uno de los comensales. Los otros tenían que conformarse con otro manjar no tan delicioso, al menos así lo recuerdo, que consistía en las mismas rebanadas pero untadas de aceite y con un poquito de sal. Ambos tipos de merienda, no todos los días, se complementaban con una onza de chocolate de “hacer a la taza” cuyo nombre no se me olvida a pesar de los años transcurridos: Kitin Nogueroles, comprado en la panadería del barrio que regentaba el “Tío Tijeras”.

No puede quedar la cosa así, sin contar de donde sacaba mi abuela la nata para hacer esa única ración de merienda para uno de nosotros. La leche llegaba a casa en los cántaros del señor Damián, lechero que recorría el barrio con su borrica e iba pasando casa por casa y vertía directamente los litros solicitados en el cueceleches correspondiente. Leche de verdad, ordeñada a sus vacas la tarde o noche anterior. Yo siempre me pregunté como tenía litros suficientes para atender a todos sus parroquianos y algunas veces supuse que un poco de agua en leche tan excelente no se notaría mucho, pero no dejaban de ser pensamientos de niño que ponían en entredicho la honradez de Damián, que estuvo muchos años, día tras día, laborables y festivos, apareciendo por casa a eso de las nueve de la mañana y dejándonos su producto. Inmediata y directamente, la leche era puesta a cocer, estando muy pendientes de este proceso para que no se saliera. Tras ello, en los primeros tiempos se dejaba en la fresquera, esa cámara frigorífica casera, especie de jaula que teníamos en la ventana del patio para tratar de conservar frescos los alimentos y protegidos de moscas y demás bichos que pugnaban por acceder a ellos. Con el tiempo apareció el frigorífico en casa, aunque seguía existiendo la fresquera, donde se dejaba enfriar la leche antes de llevarla a la nevera.

En ambos casos, por la tarde, a la hora de la merienda, la parte de encima de la leche se había convertido en una deliciosa capa de nata, por la que uno de nosotros, el que le tocara, suspirábamos en la merienda.

El hecho de estar pasando las vacaciones en un entorno rural del norte de España, hace que tengamos ciertos productos naturales a nuestro alcance. Una huerta cercana nos provee de verduras, entre las que destaco los tomates y las lechugas. A las ocho de la tarde el hortelano abre su tienda improvisada y allá que nos vamos. Las lechugas y los tomates son muchas veces cogidos directamente de la tierra o la tomatera, aunque no son baratos pero si muy buenos y sobre todo frescos. Es un poco volver a los ancestros eso de llevar directamente los productos del campo a la mesa. Otro producto que merece la pena son los huevos de gallina, que por aquí llaman de “picasuelos” porque las gallinas están en estado natural sueltas por la granja, picoteando por aquí y por allá. Y eso se nota en los huevos, que si bien no son muy grandes, tienen una yema amarilla que alegra la vista y después, untada con buen pan, el estómago.

Creíamos que estaba prohibido, y a lo mejor lo está, pero nos enteramos de un par de granjas de vacas en la zona que venden la leche directamente, con lo que allá que nos fuimos con nuestro recipiente, hay que llevarlo, a por un par de litros, porque tampoco consumimos mucho y además hemos descubierto que a mi hija no le gusta, acostumbrada como está al casi agua semidesnatada que viene en “tetrabrik”. Como estaba interesado, para cocer la leche utilicé la cacerola más amplia de forma que tuviera una buena superficie y… pasó lo que ya pasaba hace tantos años: por la tarde una excelente y sabrosísima capa de nata, de cierto grosor, cubría la leche. Lo del pan y el azúcar ya fue un ritual de recordar tiempos lejanos y vuelta a la niñez. Supongo que mis “michelines” agradecerán semejante aporte de grasa y azúcar, pero, que leñe, un día es un día y además también lo es de calcio y proteínas de verdad, sin adulteraciones, transgénicos, conservantes y acidulantes autorizados, que no pueden ser buenos.