He
procrastinado deliberadamente mi voluntario encuentro semanal con el blog para hacer coincidir la fecha de esta entrada con el día concreto de hoy, doce de noviembre de dos mil trece, en el que se cumplen cuarenta años desde que comencé a desempeñar tareas de programador informático en lo que en aquellos años se conocía como el Equipo Electrónico de una Entidad modelo y puntera en el panorama nacional: la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, convertida ahora en no sé qué «cosa» con otro nombre. En la imagen pueden verse las «herramientas» que me asignaron a mi llegada y la ficha perforada en la que empecé a desarrollar mis primeros programas. Yo ya había aprobado mi oposición, en aquella época existían las oposiciones libres y legales, a auxiliar administrativo de esa empresa y prestaba mis servicios de cara al público en una oficina de pueblo desde hacía algo más de un año cuando se convocaron plazas internas de programador a las que me presenté. Un primer test-criba realizado a más de setecientos inscritos dejó en treinta y seis los aspirantes a las nueve plazas de programador, comenzando una oposición formativa que constaba de varios exámenes intermedios, eliminatorios, hasta concretar las personas seleccionadas, entre las que tuve la fortuna de encontrarme como premio a mi esfuerzo.
¿Qué era eso de la informática? La informática no era conocida en aquella época salvo en universidades o grandes empresas que, ayudadas por IBM, recurrían a un concepto muy bello y que hoy prácticamente y por desgracia se ha olvidado: la formación interna, la transmisión de conocimiento de unos empleados a otros, de verdaderos compañeros, para crecer todos, sin trampas, sin tapujos, de una forma noble y constructiva. Mis profesores más directos, pozos de ciencia, fueron un chileno empleado de IBM cuyo nombre no rememoro y Antonio, al que recuerdo perfectamente y con el que sigo teniendo contacto de forma esporádica.
Antes de meterme en estos derroteros laborales, yo ya había intentado contactar con la informática intentando asistir a clases en el Instituto Americano, que me rechazó en un examen de ingreso por
«no reunir las condiciones que debe reunir un informático», condiciones que nunca me dijeron y que hoy, cuarenta años después, sigo sin conocer aunque presumo que podían estar algo equivocados si nos remitimos a los hechos.
Desde los primeros momentos participé en la confección de programas dirigidos a mejorar y mecanizar los diferentes departamentos de la Caja: oficinas, personal, préstamos y al cabo de dos años, valores, donde me encaminaba irremediablemente a perder el contacto con la máquina y ser promovido a tareas de gestión, que no me gustaban, por lo que en un nueva oposición interna me hice con un hueco en el departamento de sistemas donde he transitado hasta la actualidad, si bien no en esa empresa sino en otras varias de parecido calado bancario.
En los años ochenta, con la aparición del PC de IBM y los ordenadores caseros como el «Spectrum», «Commodore» o «Amstrad» entre otros todo cambió, y la informática que estaba reservada a unos pocos fue abriéndose camino en los entornos de las pequeñas empresas y domiciliarios, hasta lo que conocemos hoy, donde en un teléfono que llevamos en el bolsillo disponemos de más potencia de cálculo y más almacenamiento que ordenadores que en los años setenta ocupaban una sala no precisamente pequeña.
Suelo decir a mis amigos cuando me preguntan por mis conocimientos informáticos que «informáticas hay muchas» y que yo soy «mecánico de aviones» y por tanto incapaz de arreglar «bicicletas», entendiendo por estas los ordenadores que casi todos tenemos en casa y por aquellos los grandes sistemas informáticos que siguen siendo vitales y dando servicio a grandes empresas que necesitan enormes capacidades de proceso.
Un jefe mío de no muy grato recuerdo, Vicente, al que perdí de vista voluntariamente cambiándome de empresa, me dijo que me había equivocado al rechazar dejar la programación y el contacto con la máquina, pues en pocos años me iba a «quemar» y tendría que cambiar de profesión. Parece que el tiempo, que da y quita razones, no le ha dado la razón a este hombre y aquí seguimos, cuarenta años después, trabajando y feliz en lo que me ha gustado siempre y me sigue gustando. Los tiempos han cambiado mucho y hoy las empresas no quieren especialistas, por no depender de ellos dicen, y prefieren los generalistas que son más de «quita y pon» y «prescindibles», lo que prima por encima de un trabajo bien hecho y profesional.
Ayer por la mañana y dentro de la Semana de la Ciencia giré una visita al Museo de Informática de la universidad Complutense. Bueno, llamar «museo» a unas cuantas piezas, algunas pocas valiosas y entrañables, expuestas en unos pasillos es algo pretencioso. Pero cuando he visto la IBM 029, perforadora de tarjetas como la que puede verse en la imagen, que usábamos en los setenta cuando eso de las pantallas era cosa de ciencia ficción, me ha removido las entrañas y me ha traído recuerdos muy agradables, así como las unidades de disco IBM 3350, las últimas que podían apagarse y encenderse a voluntad y que tantos quebraderos de cabeza nos trajeron cuando desaparecieron y fueron sustituidas por otras, las 3375 y/o 3380 que no podían apagarse y tenían que estar siempre accesibles. Pero de aquella adversidad surgió uno de los más entrañables logros que recuerdo en mi carrera: el des-ensamblaje del núcleo del sistema y su modificación para nuestros intereses. Creía que era imposible, pero me puse a ello y con alguna ayuda de compañeros como un par de Miguel Ángeles lo conseguimos. Eso sí, no se enteraron nuestros jefes porque aunque era un logro nos lo hubieran prohibido llevar a cabo…
Parece mentira y en todo caso el mérito hay que atribuírselo a IBM: varios programas realizados por mí en aquellos años siguen funcionando hoy en día sin modificación. Uno de los más antiguos, llamado «MDPOACC» fue creado en 1978, hace 35 años, y sigue activo en varias instalaciones, entre ellas en la subsidiaria de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, Bankia en la actualidad, en la que un jefecillo de tres al cuarto, desalmado y sin escrúpulos, Luis Miguel, tuvo poco tiempo tras mi marcha para cambiarlo de nombre y eliminar el nombre del autor y toda referencia a mi persona. Mezquinos y mezquindades hay en todas partes, aunque a lo mejor, como hacían los nazis, sólo ejecutaba «órdenes de más arriba».