Ahora que se está poniendo de moda usar a todas horas el término «absolutamente» me voy a apuntar al carro al expresar algunas opiniones sobre este tema «absolutamente» tabú. Y para que la cosa quede clara desde un primer momento, dos premisas. La primera es que profeso la religión católica por convencimiento en estos momentos aunque en mi infancia y adolescencia lo fue por obligación, no solo paterna sino también colegial, pues misas o rosarios eran de un obligado cumplimiento con pase de lista y castigo en caso de detectarse ausencia. La segunda es que este es un tema que no conviene ni tocar, pues las discusiones o conversaciones sobre el mismo acaban, sí o sí, como el «rosario de la Aurora» y eso sin ánimo de malmeter.
Un par de hechos ocurridos esta semana me impelen a meterme en este charco, del que sé que no voy a salir indemne, pero…quién dijo miedo. El primero ha sido la lectura de un buen libro recién publicado, «El médico hereje», de Jose Luis Corral, que trata sobre la vida y desventuras de Miguel Servet, que acabó sus días en la hoguera en 1553 no tanto por sus ideas reformistas sino porque estas no coincidieran con las de otros, pues no en vano todos nos creemos en posesión de la verdad y, lo que es peor, tratamos de imponersela a los demás recurriendo incluso al uso de la fuerza. Una frase rescatada de este libro dice que «
Cuatro siglos y medio después de la muerte de Servet, algunos europeos no habían aprendido nada del extraordinario mensaje del médico aragonés. Y creo que seguimos sumidos, al menos en ese sentido, en una peligrosa ignorancia» (la negrita es mía). El segundo hecho ha sido una magistral clase de la asignatura «Historia de los Derechos Humanos» impartida por el profesor Javier Dorado Porras, de la Universidad Carlos III de Madrid, al que doy desde aquí las gracias por aportarme información que o bien me era desconocida o bien no había reflexionado nunca sobre ella con detenimiento.
Hasta los los albores del siglo XVI, las religiones han detentado un poder que en muchas ocasiones ha estado por encima de los estados y sus dirigentes, reyes, emires o como queramos llamarlos. En esa época se empezaron a cuestionar ciertos estatus y comenzaron en Europa las denominadas «guerras de religión» donde unos intentaban imponer a otros sus ideas en esa materia y que fueron más o menos violentas entre católicos y protestantes hasta mediados del siglo XVII, cuando en 1648 se dio por finalizada la denominada «Guerra de los 30 años», quedando millones de muertos por el camino. Y fuera de contiendas armadas, más de uno y más de dos fueron expulsados de sus hogares o quemados en la hoguera al intentar imponerles ideas religiosas contrarias a las suyas o simplemente utilizando eso como excusa para desahacerse de ellos, quitarles de en medio y apropiarse de sus bienes. Muchas zonas oscuras en lo tocante a «religión» en esas épocas donde muchos de sus representantes no se caracterizaban precisamente por su religiosidad y observancia de lo mismo que predicaban y forzaban a hacer a los demás.
La religión pertenece, debe pertenecer, a la esfera de lo privado de cada persona, de lo estrictamente privado. Es una cuestión personal a la que cada uno se adscribirá, de forma voluntaria, en función de lo que perciba como provechoso para su espíritu en la observancia de una determinada creencia. Imponer ideas por la fuerza no es de recibo en ningún estamento y mucho menos desde los poderes del Estado, que se deben a mejorar y cuidar la vida de sus
CIUDADANOS en cuanto tales, para que estos en su faceta de
CREYENTES pueden optar por la religión que deseen sin presiones ni discriminaciones de ningún tipo por ello. Tomás Moro, en una época eminentemente religiosa, abogaba por una neutralidad del estado y estaba convencido de que era en interés del propio Estado el fomentar la libertad de culto. Recomiendo el visionado de la película, ya antigua pero plenamente actual en su mensaje «Un hombre para la eternidad».
Y en este sentido, es muy conveniente distinguir claramente entre
DELITO y
PECADO, que muchas veces se confunden. El uso de la fuerza contra una persona por parte de los poderes legitimados para ello solo está justificada cuando esta ha producido daño a terceros. Y esto es independiente, absolutamente independiente, de si esa acción es, además, pecado. Matar a una persona es, probablemente, delito y pecado al mismo tiempo, pero solo por el primero intervendrán los poderes públicos de forma activa. Otro ejemplo, intercambiar fluidos de forma consentida, discreta y libre entre dos o más ciudadanos o ciudadanas, podrá ser o no pecado según la religión de cada uno, que no tiene por que ser la misma, pero en ningún caso constituirá un delito.
Insistiendo, las CREENCIAS en si mismas no producen daños a terceros, por lo que podrán ser constitutivas de pecado pero en ningún caso de delito. El forzar las conciencias solo producirá ciudadanos fingidores que seguiran pensando para sus adentros lo que les dé la gana aunque actúen con disimulo de cara a la galería. Recordemos aquellos judíos conversos en la Edad Media que en realidad seguían siendo fieles a su religión en su intimidad. Lo que decimos, ciudadanos hipócritas.
Así pues, los Estados y sus Gobiernos deberían de perseguir, en aras del bien común, la tolerancia efectiva en materia religiosa, garantizando nuestros derechos como ciudadanos y evitando toda discriminación por este concepto. Si somos consecuentes con nuestras creencias, contribuiremos con nuestras acciones y nuestro ejemplo a su difusión, e incluso con nuestro dinero a su mantenimiento. Igual que por las tardes vamos o mandamos a nuestros hijos a clases de pintura, cocina, gimnasia rítmica o voleibol, podríamos mandarles a las de religión, que no deberían estar incluídas en la formación escolar determinada e impuesta por un Estado.