Llevamos
ya inmersos quince años en siglo XXI que al menos a mí se me han pasado
volando. Dada mi profesión de informático, una de ellas, recuerdo como prácticamente
hace nada estábamos todos expectantes ante el cambio de milenio por aquello que
se denominó «efecto 2000» y que afectó en gran manera a los programas informáticos
que manejaban las fechas con los años en dos posiciones y por lo tanto era un
problema pasar del «99» al «00», lo que derivó en no pocos quebraderos de
cabeza e inversiones millonarias para actualizar los programas de muchas
empresas y pasar el año de dos posiciones a cuatro. Hay que decir que cuando
pasemos del año 9.999 al 10.000 volverá a ocurrir lo mismo, pero no creo que
ninguno de nosotros lo veamos, aunque la Tierra seguirá dando vueltas como
lleva haciendo desde hace 4.500 millones de años.
Esta
semana ha tenido lugar la primera clase de un curso titulado «Claves y desafíos del siglo XXI»,
dirigido por el eminente profesor Antonio Rodríguez de las Heras y al que por
el momento puedo asistir. Fueron tres horas deliciosas escuchando el verbo
ilustrado de este contrastado profesor, que nos despertó los sentidos acerca de
unas cuantas claves para enfocar lo que a cada uno le quede de vida en este
siglo, pues no veremos ninguno de los que estábamos presentes el cambio del
siguiente.
Como
indicación de por dónde van los tiros, un párrafo extraído de la presentación
El curso va a tratar de las principales cuestiones que en esta primera década y media ha habido ya tiempo para que se revelen como claves en este siglo XXI. Son de una magnitud y profundidad excepcionales. Riesgo, incertidumbre y urgencia son las características de estos problemas (geopolíticos, ecológicos, tecnológicos, culturales y sociales) a los que se tiene que enfrentar el mundo de hoy. Y a la vez ocasión para construir un mundo que desarrolle el fascinante potencial evolutivo que contiene.
Sería
tedioso transcribir aquí las trece páginas de notas manuscritas que tomé sobre
asuntos interesantes, o que al menos a mí me lo parecían, derivados de la comunicación
del profesor. Pero desgranaré algunos, aunque solo sea a vuelapluma. Quedan
todavía catorce clases más donde a buen seguro disfrutaremos y nos asustaremos
ante los planteamientos de este hombre de larga trayectoria académica y
comunicativa. Hay multitud de artículos y entrevistas suyos disponibles en la
red, pero por mencionar alguno sugeriría ver una entrevista de 2013 en la 2 de
TVE bajo el programa «La aventura del
saber» a la que puede llegarse haciendo clic en este enlace.
Aunque
vivimos siempre en el presente, el pasado es nuestra memoria que nos permite
establecer unas bases para un futuro como proyecto. El presente es efímero y contradictorio,
se nos escapa entre los dedos, pero vamos construyendo un pasado como
patrimonio de garantía para un futuro como deseo en el que imaginamos escenarios
a los que nos gustaría viajar y otros que nos gustaría evitar.
Los
conceptos de niñez, adolescencia, juventud, adultez y vejez han sufrido cambios
drásticos en los últimos años. Muchos de los asistentes a la clase, un curso
para mayores en la universidad Carlos III, hemos conocido en propias carnes los
ejemplos servidos por el profesor. Por ejemplo, en mi caso, yo pasé de la niñez
directamente a la adultez, pues en el verano de mis diez años ya tuve
compromisos laborales, que se fijaron a los trece a diario de forma simultánea
con los estudios hasta la actualidad. ¿Adolescencia? ¿Juventud? ¿Qué fue eso en
mi caso? Al menos entendidas como las entendemos hoy, un tiempo en el que la
juventud se alarga años y años y es frecuente ver a personas siendo «jóvenes»
hasta alcanzar los treinta entre sus estudios y su búsqueda de trabajo.
Hablando
de la niñez, ahora incluso antes de nacer obtenemos ecografías en 3D que nos
permiten anticipar como será nuestro hijo y si será niño o niña e incluso y en
el caso de posibles deformaciones decidir sobre su venida a este mundo. ¿Qué había
de esto hace tan solo cincuenta años? Por no referirnos a que antaño buscábamos
el pasar a adulto cuanto antes y hogaño, a los cincuenta, buscamos sentirnos jóvenes
y que los demás nos digan aquello de «qué joven te veo», para lo que nos
cuidamos físicamente y vestimos con ropas juveniles. A mediados del siglo
pasado, una persona de cincuenta años era un señor mayor, muy mayor.
No
somos conscientes de avances estratosféricos con los que convivimos a diario y que
los ya entrados en algunos años hemos visto aparecer. Por citar algunos, la
higiene con el agua corriente en las casas, fibras sintéticas en la ropa, la
alimentación con la tecnología del frío y la conservación, la nanotecnología
que permite introducir robots dentro de nuestro cuerpo para curar enfermedades,
la química y los medicamentos, las comunicaciones, las enormes posibilidades en internet, los viajes en avión cuando hace cien
años íbamos en carreta…
Todo
se desarrolla de forma explosiva, con cierto descontrol, lo que provoca
desajustes que es necesario ir corrigiendo, lo que no siempre es fácil. Los
diseños del estado del bienestar de los años ochenta del siglo pasado no
tuvieron en cuenta las realidades actuales, ergo están desfasados, no sirven y
hay que reajustarlos. Pero… ¿con que criterios? Y esto no es bueno ni es malo,
simplemente es así. El problema es que ni nosotros ni la sociedad estamos
preparados para estos cambios tan vertiginosos.
Hace
quinientos años se inventó la imprenta, con lo que los libros podían ser producidos
en serie, aunque pasaron muchos años en los que su coste los dejaba reservados
para los poderosos. Con el libro de bolsillo de hace unas décadas, cualquiera
prácticamente podía comprar y leer libros y hacerse con una pequeña biblioteca.
Hoy en día se ha añadido a esta historia el libro digital, que hace posible,
como ya dijera el escritor Jorge Volpi, que «La
posibilidad de que cualquier persona pueda leer cualquier libro en cualquier
momento resulta tan vertiginosa que aún no aquilatamos su verdadero significado
cultural». No se pierdan su interesante artículo titulado «Réquiem por el papel» accesible desde
este enlace.
Las
desigualdades heredadas del pasado siguen y seguirán estando ahí. Se minimizarán
algunas y se crearan nuevas. Es la historia. Los cambios se acumulan y
sobreponen en una aceleración brutal. El homo sapiens tardó cerca de 190.000
años en entrar en lo que llamamos la Edad de la Piedra, 6.000 mil más en sentar
las bases de la escritura, 5.500 más en alcanzar la Edad Moderna, 500 más en
llegar al siglo XXI y en estos 15 últimos años transcurridos de este siglo los
cambios son vertiginosos. No se trata de enumerarlos todos, pero pensemos en
los móviles, internet, ordenadores y en general la tecnología que ha cambiado
nuestra forma de estar y ver el mundo. Un ejemplo es que lo que yo estoy escribiendo
en este momento, una vez lo suba a la red, en el mismo instante, lo puede estar
leyendo cualquier persona en cualquier lugar de la Tierra. Esto es simplemente
alucinante y era ciencia ficción hace muy pocos años. Y al igual que estamos
hablando de escritos, podemos hablar de imágenes, vídeos, música…
¿Cuánto
tardó en llegar a oídos de Isabel la Católica, que estaba en Segovia, la
noticia de la muerte de su hermano el rey Enrique IV que falleció en Madrid un
once de diciembre de 1.474?
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