Hace siete millones y medio
de años, de
los cuatro mil quinientos millones que se estima la vida en la Tierra, la
descendencia de unos primates transitó por una vía evolutiva diferente dando
lugar a la aparición de los homínidos sobre la superficie terráquea.
Hace doscientos mil años se estima que tuvo lugar la
aparición de «homo sapiens», la rama
de los homínidos de la que formamos parte y que es la única que ha sobrevivido
tras convivir con los «homo
neanderthalensis» hasta que estos se extinguieron hace unos treinta mil
años.
Hace doce mil años los humanos vivían en grupos
reducidos, con no más de cuarenta o cincuenta integrantes, que se conocían
personalmente y se veían las caras e interaccionaban a diario unos con otros.
Eran cazadores-recolectores y tenían que vivir al día, procurándose el sustento
a diario y moviéndose de ubicación de forma continua en función de las
estaciones y de la localización de sus fuentes de alimentación. Por decirlo de
una manera básica, el que no trabajaba no comía, las reglas, muy pocas, eran
estrictas y a poco que algún elemento se desviara de lo convenido en el grupo o
lo dispuesto por el jefe del clan, ya sabía a qué atenerse y básicamente era
eliminado directamente o expulsado del grupo, lo que suponía una muerte casi
segura.
Hace seis mil años, los humanos habían
abandonado su nomadismo y se habían convertido en agricultores. Ya estaban
asentados en lugares concretos, se alimentaban de la agricultura y la ganadería,
habían aparecido las ciudades y los grupos podían ser más numerosos al
controlar la posibilidad de sustento sin tener que preocuparse de ello día a día.
Habían surgido las sociedades, en las que sus integrantes ya no se conocían
personalmente y eran necesarias unas normas para regular la convivencia y que
todos supieran a qué atenerse en sus desenvolvimientos sociales.
Hace cerca de cuatro mil años está datado el código legal
más antiguo conocido, el código de Hammurabi, que ha llegado a nuestros días
porque dos mil años antes los humanos habían inventado la escritura que permitía
legar información de unas generaciones a otras.
Hace mil quinientos años, en el año 476 después de
Cristo, se extinguió el Imperio Romano de Occidente, dando comienzo lo que se
ha llamado la Edad Media, una época oscura en la que se hacía lo que decía la
Iglesia, los caudillos o los reyes y eso de los derechos sociales todavía
estaba por descubrir. Los faraones egipcios o los césares romanos, símbolos del
poder absoluto sobre enormes sociedades, habían quedado atrás. En Grecia había
nacido la democracia pero su desarrollo real a gran escala estaba todavía por
llegar a concretarse.
Hace doscientos veintisiete
años se acabó
el poder omnímodo y divino de reyes y papas, emergiendo el ciudadano como
integrante de la sociedad. Se empiezan a elaborar las llamadas «Constituciones» en las diferentes sociedades
existentes en las que los integrantes de un país se deban a sí mismos las
normas para el nombramiento de sus gobernantes y se establecían las leyes bajo
las cuales se iba a desarrollar la convivencia.
Y hoy en día parece que todo esto no ha
servido para nada o para muy poco. Estamos (mal) conviviendo en grandes
sociedades, funcionando bajo una enormidad de leyes, normas y disposiciones y
cada vez más muchos tenemos la impresión de que todas esas normas no se
respetan y cada uno se fabrica las suyas a su medida. Como es sabido, las
normas se pueden discutir y consensuar durante el tiempo que sea necesario,
pero una vez emitidas y puestas en vigor, su respeto tiene que ser estricto,
pues en ello reside la base de una convivencia pacífica y respetuosa entre todos.
Pero
lo que en realidad ocurre es que las normas no se cumplen. Y eso es un asunto
previsto en ellas, con lo que de forma paralela se establece el castigo que
sufrirá quién o quienes las incumplan. Pero hemos de tener en cuenta que si se
hace algo que daña a la colectividad y no se recibe por un ello un CASTIGO adecuado, el previsto, la mala
acción se enquista y se va ampliando poco a poco, pues todos quieren aquello de
«parte o chivo». El castigo tiene que producirse, ser adecuado y proporcional a
la falta y al que la comete: no es lo mismo un ladrón que roba una pequeña
cantidad para comer que un político o banquero que nada en la abundancia y aun
así hace de las suyas. Muchos de los prepotentes hoy en día lo son porque en el
pasado ellos mismos u otros que cometieron similares fechorías no han recibido
el suficiente y adecuado castigo, no tanto físico hoy en día como moral y
social.
El
castigo solo sirve para corregir hechos ya sucedidos y sobre todo prevenir que
otros los cometan por temor a él. Si a un banquero corrupto, que ha esquilmado
hasta la saciedad, no se le mete en cintura adecuadamente sino que se ataca al
juez hasta echarle de la judicatura, lo que estamos transmitiendo a otros es que
tienen patente de corso para hacer lo mismo y si es posible corregido y
aumentado. «Los pequeños ladrones ven
pasar a los grandes en carroza» dice un proverbio francés y se nos antoja
cada vez más cierto a tenor de los últimos escándalos. No robes un euro, que irás
a la cárcel, roba miles de millones y te reirás de tus congéneres desayunando
caviar todos los días a su costa y mirándolos por encima del hombro.
El secreto no está en el castigo, sino en la educación. Ya decía Pitágoras «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres». Pero la educación en humanidades no está ya bien vista, parece que lo único que se debe aprender es lo justo y necesario para trabajar y rendir. La historia no es importante y casi es mejor que no la conozcan los ciudadanos, así podrá repetirse una y otra vez sin que aprendan de ella.
El secreto no está en el castigo, sino en la educación. Ya decía Pitágoras «Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres». Pero la educación en humanidades no está ya bien vista, parece que lo único que se debe aprender es lo justo y necesario para trabajar y rendir. La historia no es importante y casi es mejor que no la conozcan los ciudadanos, así podrá repetirse una y otra vez sin que aprendan de ella.