Parece
que son muchos años, pero en la historia de la Tierra, la presencia humana es
apenas un suspiro. Hay muchas comparaciones, pero quizá la más acertada es que
si la historia de la Tierra fuera un año, los humanos hubiéramos aparecido
cuando faltaran diez segundos para finalizar el mismo. Si nos retrotraemos antes
de unos doce mil años a la actualidad, cuando éramos cazadores recolectores,
las pertenencias quedaban reducidas a lo imprescindible para la subsistencia,
pues la vida era un constante movimiento y no se podía ir de un sitio para otro
con cargas pesadas.
Cuando
hace unos doce mil años empezamos a asentarnos y nos convertimos en
agricultores, pudimos empezar a desarrollar levemente nuestro afán de poseer
cosas, ya que disponíamos de sitio donde almacenarlas, aunque eso conllevó la
preocupación de defenderlas de los enemigos que podían venir a apropiárselas.
Con
el tiempo, ya en nuestros días y en las sociedades occidentales, se nos caen
las casas encima de trastos y cachivaches que muchas veces hasta ni nos
acordamos que tenemos. Sería una buena cuestión el ponerse como rutina el
vaciar cajones y armarios cada cierto tiempo, no tanto para tirar lo que ya no
nos sirve sino incluso para saber lo que tenemos y no recordábamos. Y no
digamos ya si tenemos trastero: estará lleno hasta los topes, tanto que casi ni
podremos entrar.
Desde
mediados del siglo pasado, la posibilidad de acumular cosas se ha disparado. Entre
otras cosas, las casas se llenan de libros, discos, vídeos, ropa, herramientas,
archiperres deportivos… un sinfín de cosas que nos agobian. Y está claro, por
norma general, que cuanto más grande sea nuestra casa, cuantos más armarios
tengamos, más almacenaremos. Cuando decidamos que no queremos más algo, podemos
utilizar los nuevos canales de venta de segunda mano para deshacernos de ello
sin tener que tirarlo, aunque el precio que pidamos. Pongo un ejemplo: tengo en
mi trastero un laboratorio completo de fotografía de los tiempos en que las
fotos se revelaban en papel y que hoy en día no sirve para nada, salvo para un
museo o alguna asociación nostálgica que siga impartiendo cursillos de cómo era
la fotografía no hace tanto tiempo. Pero me da pena tirarlo, con lo que ahí sigue
año tras año. Y como este, cada cual puede tener múltiples ejemplos.
Pero
desde hace algunos años la tendencia puede invertirse, al menos en algunas
cosas. Ya en 2010 y en el libro de Enrique Dans «Todo va a cambiar» del que me
hice eco en la entrada «VERTIGINOSOS» de este blog, nos introducía en la
separación entre continente y contenido. Esto nos ha permitido el disponer de,
por ejemplo, películas, música, fotografías o libros en formato digital almacenados
en discos duros que caben en la palma de la mano, aunque necesitemos un
dispositivo para disfrutar de ellas. Yo hace años que no tengo CD’s musicales o
DVD’s. Queda algún álbum de fotos antiguas, porque están pendientes todavía de
digitalizar, y libros hay unos cuántos, pero ya van entrando con cuentagotas;
solo cuando el continente merece la pena o no están disponibles todavía en
versión digital.
Hay un asunto que se escapa a nuestro control: nuestras pertenencias virtuales,
lo que tengamos almacenado en la red, que muchas veces como vamos sabiendo y
comprobando nos parece que es nuestro, aunque no tengamos ningún control sobre
ello. Las pertenencias tangibles serán repartidas entre nuestros herederos que
o bien se harán cargo de ellas, las regalarán a una ONG o las llevarán
directamente al punto limpio. Tarde o temprano alguien las dará boleta, como se
suele decir en el argot popular.
No
sé cómo reaccionaría un notario si le hablamos a la hora de hacer nuestro testamento
de nuestras pertenencias digitales en la nube o ubicaciones similares. Supongo
que le sonarán a chino, además de que serán muy difíciles de inventariar y/o
controlar por estar sometidas a un continuo cambio. Tampoco le vamos a
facilitar al notario nuestras contraseñas de acceso, que quedarían reflejadas
de forma pública en el testamento y que además podrían ser inválidas al día
siguiente si las cambiamos. Sería necesario un testamento virtual donde iríamos
inventariando nuestras pertenencias digitales, Quizá con el tiempo.
Mi
padre era del mundo analógico, todas estas cosas de la «internés» y los
ordenadores le llegó tarde. Cuando murió, hace ya una decena de años, había
dejado un sobre cerrado con el título de «Abrir cuando yo falte» donde contaba
una serie de cuestiones acerca de la casa, de cómo hacer determinadas cosas o
donde tenía guardadas las escrituras, su testamento y algunas cosas que para él
eran interesantes, aunque para nosotros no lo fueran tanto. Sería la versión
escrita de un testamento virtual. Con el tiempo todo se andará, pero por ahora
parce que la «memoria» de la red es infinita y eterna, por lo que muchas cosas
nuestras se quedarán por años cuando nosotros hayamos abandonado este mundo.