Las
personas tenemos una tendencia innata a ignorar, cuando no negar activamente,
aquellos asuntos que no nos interesan. Las excusas son variopintas y otro día
quizá dediquemos una entrada a hablar del negacionismo, un tema interesante y
más hoy en día que tenemos que soportar un aluvión de noticias y decidir a cuáles
prestar o no atención.
Vámonos
al pasado. Estamos en la década de los sesenta en un pueblo agricultor de la
provincia de Toledo, en España. Mi abuela se dispone a hacer una ensalada para
la cena —la comida era día sí día también cocido madrileño—. Coge de la despensa
una lechuga, unos tomates y unos espárragos que habían llegado al mediodía
procedentes de la huerta del tío Rafa en un saco de arpillera, los lava a fondo
en un barreño —no había agua corriente en la casa en aquella época— y los
trocea en una fuente —no había boles entonces o no se llamaban así—. Aceite, vinagre y sal y para
que la cosa no quede tan sosa decide añadirle huevos duros —de las gallinas del
corral anexo a la casa—, y unas manzanas. Una ensalada estupenda, deliciosa y
nutritiva con productos de la temporada directamente llegados a la mesa, sin
intermediarios, envases o procesamientos industriales por medio y, más importante, sin residuos. Cuando los había, o eran alimento para gallinas o cerdos o servían de abono para la tierra.
Vayámonos
al presente y hagamos una ensalada similar. Para empezar, la lechuga que utilizo
viene ya limpia, lavada, cortada y envasada en una bolsa de plástico. Cuando
llega a mis manos ha sufrido unos procesos industriales que suponen un gasto de
agua y energía en su lavado y envasado. También un transporte hasta el punto de
venta que supone un gasto energético. Y cuando la hemos usado, nos queda en las
manos la bolsa de plástico como una basura a desechar.
Mejoro
mi ensalada con unos tomates que, si serán naturales ya que por lo general se
venden a granel, pero pudiera ser que, en ciertos supermercados, para facilitar
su manipulado y venta, estuvieran envasados en algún envase de porexpán y plástico desechable.
Decido
añadir a mi ensalada unos espárragos. Nuevamente accedo a la despensa y utilizo
una lata de conservas que supone un proceso industrial añadido y que deriva en
un nuevo recipiente desechable, en este caso metálico, que supondrá una
agresión a la naturaleza tanto si se considera basura directamente como si se
produce un proceso de reciclado que requiere nuevamente un gasto energético y
económico: antes para fabricarlo y después para eliminarlo. Para no dejar esta
ensalada muy poco apetecible, añado un poco de atún. También utilizaré una lata
de conservas que tendrá la misma consideración anteriormente mencionada para la lata de espárragos.
La
comparativa entre antaño y hogaño es desoladora. Las nuevas formas de vida, las
ciudades, los supermercados, la industria alimentaria… generan unos consumos de
materiales y energía que se han multiplicado exponencialmente en los últimos
años y que según las previsiones seguirán creciendo a medida que más
poblaciones se vayan incorporando a lo que consideramos una vida moderna del
primer mundo. Procesos anteriores y posteriores al hecho de comerse una
ensalada esquilman el planeta en materiales y contaminan la atmósfera con sus
emisiones de gases.
Aunque
no prestemos atención al tema, las catástrofes por elementos naturales se han
incrementado en los últimos años, no solo en frecuencia sino también en
intensidad. Zonas «calientes» del globo como la costa este de EE.UU. o la costa
asiática están sufriendo en los últimos años huracanes, tormentas tropicales o
terremotos seguidos de tsunamis de una intensidad nunca vista y casi con
frecuencia que ya roza lo anual.
Los
científicos advierten del calentamiento de la atmósfera, por encima de 1º en
los últimos años, lo que deviene en hechos innegables como el derretimiento de
la capa de hielo de los polos con el consiguiente aumento del nivel de los
océanos. Otros hechos relacionados, aunque no lo queramos ver con este cambio
climático acelerado provocado por la agresión humana al planeta, son estos
fenómenos atmósfericos virulentos. Los gobiernos y los poderes económicos que
los controlan hacen la vista gorda en un «la cosa no es para tanto». Resulta
curioso que uno de los países más agresores al medio ambiente con sus emisiones
como es EE.UU. sea uno de los que sufre las mayores devastaciones en sus carnes
y no quiera ver el problema. ¿Cómo lo va a querer ver una tribu africana o
brasileña que sigue alimentándose de productos naturales?
La
atmósfera es global. El problema es global. No hay fronteras ni nacionalismos.
De nada sirve que un país decida reconfigurar sus planteamientos y su industria
y logre frenar e incluso eliminar sus emisiones contaminantes. Si el resto de
países no lo hace, seguirá sufriendo la acción de la naturaleza, que lleva
cuatro mil quinientos millones de años de existencia y sabrá tomar sus medidas
para defenderse de estos sapiens que
la pueblan desde anteayer —siete millones de años— y en las últimas décadas la están tocando las narices más de la cuenta.