En
estos últimos tiempos cambios profundos han afectado a la sociedad española en
su conjunto, pero han apretado los cinturones más a unos que a otros, lo cual
es lógico y ha sido siempre así. El malestar ha ido in crescendo a raíz de las
medidas tomadas por nuestros dirigentes que, como nunca llueve a gusto de
todos, no son bien vistas por algunos. La indignación, palabra maldita, ha
sacado a más de uno a la calle en protestas y manifestaciones que algunas veces
no han transcurrido por cauces de normalidad pero que se han magnificado,
interesadamente, para deslegitimar no solo esa forma de protesta sino todo lo
demás; que es todo lo demás, pues eso, todo.
Ante
ello, nuestros dirigentes se han llenado la boca de decirnos que estamos en
democracia y que las legítimas decisiones de la ciudadanía solo es posible
expresarlas en las urnas. No han añadido que cada cuatro años y bajo la forma
existente de la Ley Electoral, que es una de las cosas que también está en tela
de juicio, como otras muchas hoy en día. Un gobierno surgido de las urnas con
mayoría absoluta en el Congreso tiene patente de corso para hacer,
literalmente, lo que le venga en gana durante los cuatro años siguientes. Y
todo funciona mejor si los ciudadanos están calladitos, en su casa viendo la
tele o el campo de fútbol viendo dar patadas a un balón.
Pero
mira tú por donde que algunos ciudadanos, en número superior a un millón se han
aplicado el cuento de que su única forma de expresión democrática son las urnas
y en las últimas elecciones celebradas han restado unos cuantos votos a los
«dos principales». No han hecho más que seguir las instrucciones que han
recibido acerca de cómo debe ser entendida la democracia y como participar en
la misma. El resultado ha sido un ligero terremoto en los partidos principales,
esos dos, que no han aceptado muy deportivamente el resultado y han puesto
todas sus huestes a trabajar de forma torticera para desacreditar a los «nuevos».
Esto es un aviso muy serio y ya no dicen que hay que arreglarlo en las urnas,
sino que nos recuerdan situaciones de lo más variopinto, entre ellas la de
Italia donde la fragmentación de partidos la hacen ingobernable. A ver, que no me
entero: hemos de tener muchos partidos para que la democracia sea creíble, pero debemos de votar solo a dos para que la democracia sea viable.
No
debemos de extrañarnos pues esto ya era así en la cuna de la democracia,
Grecia, donde por lo general dos «familias» estaban en la cumbre, ora unos ora
otros. Yo admito perder el poder siempre que lo coja mi alternativo que ya se
guardará de no decir ni hacer nada en contra mía porque dentro de un tiempo lo
volveré a coger yo y cierre del ciclo. Por eso, migajas aparte, que no se meta
nadie más no nos vaya a descuajaringar el invento.
Miedo
da pensar que en las siguientes elecciones esta tendencia de desafección con «esos
dos» se incremente, cosa bastante posible, y surja un tercero con suficiente
fuerza. No quiere esto decir que se nos garantice nada a los ciudadanos, porque
pueden pasar muchas cosas, desde que el resultado no sea aceptado
deportivamente por los «otros dos», que los nuevos «aprendan» rápidamente a ser
como los «otros dos» e incluso les mejoren, que libres de ataduras anteriores
se dediquen a trabajar y sobre todo a «remover», que…
En
todo caso, los de abajo siempre serán o seremos los perjudicados. Doscientos
años de nuestra pasada historia así lo atestiguan. Desde que a principios del
siglo XIX los franceses nos invadieron y obtuvieron una respuesta conjunta y
rotunda de los ciudadanos españoles me parece que no nos hemos vuelto a poner
de acuerdo. Y como ya no nos invaden desde fuera, al menos militarmente, nos
dedicamos a buscar diferencias entre nosotros discutiendo por el sexo de los ángeles
o cualquier otra zarandaja que se nos ponga a tiro. Y mientras nos despistamos
con cosas fútiles, nos van cercenando lo poco que en los últimos tiempos hemos
ido ganando y encima nos quieren convencer de que es por nuestro bien. Pintan
bastos.