Cada vez me encuentro con más frecuencia cuando asisto a
actos públicos, tales como conferencias o presentaciones de libros, con que el
acto no da comienzo a la hora señalada. Suelo ser puntual y quizá un poco
exagerado en la antelación con la que suelo llegar, de forma que pueda pulsar
el ambiente, escoger sitio y en algunos casos interaccionar con los
organizadores o incluso los ponentes si son conocidos y aunque no lo sean por
lo general se prestan a tener una pequeña conversación mientras esperan a que dé
comienzo el acto.
Por desgracia, ocurre con demasiada frecuencia que el acto
no dé comienzo a la hora anunciada. No siempre, pero algunas veces se escucha
aquello de que «vamos a dar diez minutos
de cortesía para que vaya llegando el público». Cuando escucho esta frase o
similares se me encienden todas las alarmas, se me eriza el vello, se me ponen
los cabellos como escarpias y siempre que me es posible contesto con la
antagónica «esos minutos de cortesía para
los que llegan tarde son igualmente de descortesía para los que ya estamos aquí».
Por lo general, esto incomoda y mucho, pues no se espera que nadie conteste.
Sin embargo, en alguna contada ocasión he recibido la respuesta de «tiene Vd. razón, vamos a comenzar…».
Cortesía es, entre otros significados, «demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto
que tiene alguien a otra persona». En una de las primeras entradas escritas
en este blog hace ya nueve años y titulada «PUNTUALIDAD» me hacía eco de esa
descortesía que suelen tener algunas personas no asistiendo con puntualidad a
los actos. La puntualidad es una de las normas básicas de la buena educación,
de lo que podemos deducir sin temor a equivocarnos que la impuntualidad es una
falta de educación. Blanco y en botella. No faltan los que dicen que llegar
tarde es un signo de distinción, pero esto es rotundamente falso y supone,
siempre y sin excepciones, una falta de respeto a los anfitriones y a los
presentes, que se han preocupado de llegar con la suficiente antelación para
ocupar sus asientos y no trastocar la organización del acto. Claro, tampoco es
bueno llegar con demasiada anticipación que no estén puestas ni las luces. «La puntualidad es: deber de caballeros,
cortesía de reyes, hábito de gente de valor y costumbre de personas bien
educadas. Quienes se hacen esperar en sus citas o no llegan puntuales a sus
compromisos, revelan su debilidad de carácter y un desprecio absoluto a sus
semejantes».
Pero es que encima de que llegan tarde no tienen la
deferencia de quedarse en los últimos puestos —siempre que la entrada sea por
la parte posterior de la sala—,sino que avanzan decididos hasta posiciones
delanteras aun sin haber visto que haya sitio disponible, lo que provoca no
pocas distracciones en el ponente o en los oyentes. Ponía varios ejemplos en la
entrada aludida, entre los que no se encuentran las conferencias o
presentaciones de libros, pero da lo mismo. Disculpas las hay de todos los
tipos invocando al tráfico, al aparcamiento, a los accesos e incluso al
sursuncorda pero otro gallo nos cantaría si a la hora programada dieran
comienzo los actos e incluso me atrevo a sugerir que se cerraran las puertas y
se impidiera físicamente el acceso a los retrasados en términos de tiempo que
no en connotaciones de personalidad, en justo premio a su desconsideración
hacia los que ya ocupan la sala y están pendientes del desarrollo del acto. Y
es que todo esto tiene una contrapartida. Si como resultado de un comienzo
tardío el acto se alarga, es posible que alguien se vea obligado a abandonarlo
para atender otras obligaciones, con lo cual el que ha sido puntual queda señalado
por la desconsideración que supone el marcharse antes de tiempo además de
perderse parte del acto que hubiera podido seguir de comenzar a la hora. Como
en otros muchos casos, el que cumple puede salir perjudicado además de
señalado. Supongo que será la edad, pero a medida que voy cumpliendo años todas
estas historias me importan un bledo y de hecho ya me he marchado de algún acto
antes incluso de su comienzo molesto por la demora y la falta de consideración
a los presentes.
En todo caso, siempre puede uno verse envuelto en
situaciones incómodas por desconocimiento. En este sentido recuerdo un hecho
que nos ocurrió a mi mujer y a mí en una iglesia de la ciudadrealeña
Puertollano, hace ya muchos años. Eran las doce y media cuando nos asomamos a
la puerta de la iglesia para intentar oír misa y constatamos que estaba todo el
mundo en silencio. Digamos, para más inri, que la entrada estaba en un lateral
entre el altar y los feligreses. Entramos y nos dirigimos hacia las posiciones
finales donde había más sitio, bajo la atenta y penetrante mirada de los
asistentes. Nada más sentarnos, el sacerdote otorgó la bendición y dio por
terminada la celebración. ¿Qué pensarían de nosotros?