Salvo
en muy contadas ocasiones vamos por la vida en estos tiempos actuales a toda
prisa. Las colas han vuelto a ser una cosa normal que cada uno llevamos como
podemos. Muchas de ellas ya son anticipadas desde el momento en que se piensa
ir a un determinado sitio, como por ejemplo las de Correos, donde recoger un
paquete, vayas a la hora que vayas, es un suplicio en el que tienes que contar
con emplear la media hora. Hablo, claro está, de la oficina que tengo cerca de
mi domicilio. Habrá otras oficinas donde los empleados se aburran como ostras
contando las telarañas, que de todo hay en la viña del señor.
Yo
procuro tomármelo con filosofía: saco el móvil, abro el libro que estoy leyendo
y me entrego a la lectura como una forma de aprovechar el tiempo y distraerme.
Porque la observación (psicológica) de las actitudes de las personas, y la
escucha de los comentarios que algunas veces surgen no tienen desperdicio. Cada
cual cuenta su película subyaciendo una crítica más o menos velada a la
situación. Una de las colas por las que paso algunas veces a la semana es la
del supermercado. Tremenda. ¿A que esperan para abrir más cajas? ¡A esto no hay
derecho! Pero todos muy atentos para cuando abran una nueva caja y se oiga
aquello de ¡Pasen en orden de fila! salir corriendo sin ningún orden ni
concierto a pillar sitio en la nueva cola.
Recuerdo
mi infancia cuando esto de los supermercados no había sido inventado. Cuando
estaba libre de tareas escolares, mi madre, que trabajaba y mucho pero solo en
casa para atender a los siete que éramos, me mandaba a hacer los recados al
mercado y a las tiendas del pueblo: señor Paramio, ultramarinos Víctor Gómez,
frutería Choya, panadería del tío Tijeras, mercería el Globo… No se me podía
olvidar la bolsa en la que traer las cosas y en algunos casos los cascos cuando
había que comprar yogures o aceite. Se empleaba un buen tiempo dependiendo de
la gente que te fueras encontrando en cada uno de los establecimientos. Pero,
bueno, no había muchas cosas más que hacer en el día y todo era tranquilo, a su
ritmo.
Ir
al supermercado y llenar el carro es una tarea hoy en día de las más odiosas
para mí. Hay varios supermercados en la zona y a veces hay que ir a dos o tres
de ellos, porque los productos que necesitas no los tienen en todos, supongo
que por alguna razón comercial o estratégica. Un ejemplo, si quieres comprar
margarina de una determinada marca tienes que ir a uno de ellos porque en el
otro no la tienen, por no hablar como algunos productos específicos de un
supermercado a los que nos hemos acostumbrado y no podemos vivir sin ellos, por
ejemplo, el papel del baño que lo venden en uno o las toallitas limpia gafas
que solo lo venden en otro.
En
todos ellos y casi siempre vayas a la hora que vayas, la constante es la cola en
la caja para pagar. Como he referido antes, las actitudes de las personas son
curiosas: la persona que está hablando por teléfono sin dejarlo mientras pone
los artículos de uno en uno en la cinta con toda parsimonia porque no está a lo
que está, otra que se toma con excesiva tranquilidad el ir guardando su compra
en las bolsas, la que al final del todo busca la tarjeta o el dinero para pagar
revolviendo el bolso una y otra vez sin dar con ellos… En fin, actitudes para
todos los gustos, muchas de ellas con bastante falta de empatía hacia los
demás. Mientras estamos en la cola nos quejamos de lo que tardan los demás,
pero cuando nos toca a nosotros… ¡no tenemos ninguna prisa!
La
historia nos va dotando de aprendizajes poco a poco. Hace años se puso de moda
que las tiendas y especialmente los supermercados nos dieran todas las bolsas
de plástico y algunas más, gratis, para llevar la compra. Íbamos despreocupados
sin tener que llevar aquella bolsa que me daba mi madre para traer los
artículos. Ha pasado el tiempo y el dispendio y sobre todo la contaminación que
supone el plástico de las bolsas han motivado que ya no sean gratis. Realmente
no cuestan mucho y he visto con frecuencia como muchas personas siguen pidiendo
las bolsas, aunque se las cobren. Por lo menos, otras personas entre las que me
encuentro acudimos con nuestras bolsas reutilizables, como en los viejos
tiempos, nada nuevo.
Otra
cuestión que he observado es que con relativa frecuencia las personas que están
metiendo sus artículos en las bolsas ven que no les caben y piden alguna bolsa
más. Pero lo hacen cuando el dependiente ya ha cerrado la cuenta e incluso tras
haber pagado la misma. En el supermercado de la imagen, las
bolsas pequeñas cuestan dos céntimos de euro, una nimiedad en comparación con
lo que nos gastamos y que está demostrado que no echan para atrás a las
personas a la hora de pedirlas. En mi opinión, más tendrían que costar, de
forma que la cuestión fuera realmente disuasoria.
Pero
no es este el hilo de esta entrada. ¿Qué hace la cajera o cajero cuando el
cliente le pide una bolsa tras haber cerrado la cuenta? ¿Abre una nueva cuenta
y se la cobra (con tarjeta o en efectivo)? ¿Lo deja y asume el coste como
encaje de caja? Habrá acciones para todos los gustos, pero el otro día descubrí
una en la que no había pensado: cobrarle la bolsa al cliente siguiente, aunque
no la haya pedido. Total, no es nada y en la mayoría de los casos ni se va a
enterar.
Me
gusta revisar las facturas, los tiques, los comprobantes y las vueltas cuando pago en efectivo. En una
gasolinera una vez me quisieron cobrar quince euros de más por un error en el número de surtidor. En dos ocasiones me dieron mal las vueltas en peajes manuales de
autopista y en varias ocasiones he encontrado discrepancias en los precios de
los artículos entre lo que ponía en la estantería y lo que marcaba el ordenador
en caja. Nos dan el tique, lo cogemos, lo metemos en el bolsillo sin mirarlo y
salimos corriendo: nos fiamos, vaya. Pues creo que hacemos muy mal.
Dos
céntimos de euro no van a ninguna parte, pero el hecho (para mí) sí que tiene
trascendencia, sean dos céntimos o dos millones. El último artículo, véase la
imagen, era una bolsa pequeña que ni había pedido ni me habían dado. El tique
te lo dan al final, al tiempo o casi después de empezar a atender al cliente siguiente. Esperé pacientemente mostrando el tique y haciendo una indicación a la
cajera para reclamar. Cuando
me llegó el turno, de nuevo, y le hice ver el asunto de la bolsa, se embarazó y
me dijo casi balbuciendo que no comprendía que podía haber pasado, que si el
ordenador, que si… Me devolvió los dos céntimos de euro en una monedita y ahí
se quedó todo. Pensé en pedir una hoja de reclamaciones como digo por el hecho
en sí, no por la cuantía, pero pensé en ella y en las posibles consecuencias y
no lo hice. La reclamación habría que ponérsela al gobierno, por no poner las bolsas
a cinco euros la unidad y a la cliente anterior por pedir la bolsa cuando ya la
cuenta estaba cerrada.