A lo
largo de la historia de la humanidad y hasta hace relativamente poco tiempo, el
concepto de intimidad tenía un claro componente físico. Las personas tenían
algún lugar donde resguardarse de forma que quedaban ajenos a las miradas o
contactos con otras personas y de esta forma podían disfrutar de un «estar
consigo mismo». Cuando se quería interaccionar con otras personas había que ir
a su encuentro en algún lugar concreto y siempre podíamos controlar lo que
decíamos en nuestras conversaciones, de forma que nuestras ideas y principios
eran compartidos con aquellos que queríamos y de una forma controlada por
nosotros.
En
el siglo XX todo aquello empezó a cambiar. En esos lugares privados,
generalmente casas, empezaron a ser instalados los teléfonos fijos. Eso nos
permitía compartir nuestras ideas, una parte de nuestra intimidad, con otras
personas con las que no estábamos físicamente en contacto. A pesar de todos los
controles, ya no teníamos ninguna garantía de que esa conversación no estuviera
siendo escuchada, e incluso grabada, por algún operario de la empresa de
telefonía. Nuestra intimidad estaba comprometida y tendríamos que confiar en
personas ajenas a las que no estábamos viendo ni podíamos controlar.
También
estaba la posibilidad de que tanto en el teléfono como en la propia casa alguna
persona sin nuestro consentimiento hubiera instalado un micrófono oculto que le
permitiera escuchar y grabar nuestras conversaciones personales, que nosotros
estaríamos teniendo con personas cercanas en la creencia de que no éramos
escuchados por nadie. Esto era, evidentemente, muy poco probable salvo que
fuéramos personas especiales o estuviéramos metidas en algún asunto que llamara
la atención de algún estamento de la Seguridad del Estado.
A
principio de los años 80 del siglo pasado empezaron a generalizarse las
tarjetas bancarias. Llevar una de ellas en el bolsillo no generaba ninguna
información sobre nosotros, pero si lo hacía su uso. Cuando las utilizábamos en
un cajero para sacar dinero, en un restaurante o supermercado para pagar o en
el cepillo de la Catedral de León para dejar un donativo, el banco emisor de la
tarjeta empezaba a coleccionar datos sobre nosotros: donde viajábamos, lo que
gastábamos en la compra o la frecuencia y categoría de los restaurantes que
frecuentábamos. El dinero no deja rastro, pero las tarjetas bancarias sí.
Si
nos paramos a pensar un poco en el estado actual de las cosas, el cambio ha
sido vertiginoso. Cualquier persona, todas las personas, somos objeto de una
vigilancia desmedida en la que colaboramos voluntariamente, tomando unas
decisiones y asumiendo unos riesgos a los que muchas veces nos vemos cuasi
obligados por la tecnología y sin tener ningún control ─efectivo─ sobre ellos.
Se supone que existen un sinfín de regulaciones, de leyes, de mecanismos de
control que son de obligado cumplimiento por las empresas, pero cuya ignorancia
nosotros aceptamos pulsando la pestaña correspondiente sin leer ni por encima
lo que estamos asumiendo. Es bien sabido que la mayoría de las personas no lee las
políticas de privacidad, son demasiado legalistas, difíciles de aplicar,
inutilizables y, por lo tanto, ineficaces. Hacemos muchas cosas mal, y lo
sabemos, pero las asumimos como un precio por seguir disfrutando de ciertas
cuestiones tecnológicas que se han convertido en imprescindibles en nuestras
vidas.
Las
interacciones con otros, no solo personas físicas sino «personas tecnológicas»
es ahora constante. Cuando accedemos desde nuestro ordenador a una página web,
las famosas «cookies», que generalmente nos vemos obligados a aceptar si
queremos seguir, dejan un rastro no controlado por nosotros que generalmente es
utilizado para conocer nuestras preferencias, nuestros gustos y por tanto conocer datos sobre nosotros. Y las cookies no deberían, pero son públicas.
Todas las empresas se fisgan unas a otras para saber que producto andamos
buscando o en qué tema estamos interesados. A nadie le sorprende ya que le
ofrezcan una aspiradora cuando entra en una determinada página si hace días la
buscó en otra. Tenemos el ordenador en nuestro espacio privado, nuestra casa,
pero nos conectamos a internet y abrimos una vía de comunicación, bastante
incontrolada por nosotros; comparada con el teléfono fijo esta línea es muy
inteligente y puede estar haciendo cosas que ni nos imaginamos. ¿Por qué muchos
usuarios tienen una pegatina en la cámara del ordenador? ¿Tapan también el
micrófono?
Tenemos
una cierta sensación de seguridad con el uso de passwords, y eso que muchas personas, la gran mayoría, desatienden
sistemáticamente la recomendación de no emplear la misma palabra clave para
varios servicios, siguiendo aquel refrán de «No guarde todos sus huevos en una
sola canasta». Ahora se empiezan a poner de moda los controles biométricos,
tales como reconocimiento facial, iris ocular o huellas dactilares. Esto es un
paso más en evitar que nuestros dispositivos sean utilizados por otras personas
no autorizadas por nosotros. Pero esto no es el quid de la cuestión: cuando
somos nosotros mismos los que utilizamos nuestros teléfonos y nuestros
ordenadores, somos nosotros mismos los que de forma voluntaria estamos cediendo
nuestra intimidad.
Las
empresas buscan afanosamente que nos «registremos». Eso mejorará nuestra
interacción con ellas, nos harán descuentos en las compras y nos harán
sugerencias atractivas según nuestros perfiles. Pero hay un uso secundario de
la información que no dicen y además no tenemos ninguna garantía sobre los
controles que hacen de cara a robos y fraudes. Para ponernos los pelos como
escarpias, echemos un vistazo a esta página web donde se registran los casos de
hackeo de información. Haciendo
clic en cualquiera de las burbujas nos informará del alcance del robo de
información que ha sufrido la empresa. Perdonen la expresión: «Acojonante».
Todos los días, compartimos información en línea y la
mayoría de nosotros parece feliz de hacerlo o cuando menos no le preocupa y deberíamos
pensar que, con el tiempo, nuestras preferencias de privacidad pueden cambiar. Mientras
compartimos el momento, a menudo no podemos imaginar cómo más tarde puede
perseguirnos. Además, la información almacenada en línea se puede sacar de
contexto. Un aspecto de la privacidad que a menudo se pasa por alto es cómo se
pueden combinar varias piezas de información, aparentemente menores, para
producir una violación de la privacidad mucho más grave.
Los partidos
políticos españoles han aprobado una ley para saltarse la LOPD y generar una
base de datos en la que figuren nuestros teléfonos, correos y parece ser que
hasta nuestras tendencias políticas, de forma que nos puedan mandar sus
propagandas de manera directa e inteligente. ¿Alguna duda todavía?