Aunque hay otros muchos temas revoloteando en el ambiente, está claro que en estos días de marzo de 2020 el principal tema de conversación, y de preocupación, es el famoso coronavirus COVID-19 que trae en jaque a la población mundial con mayor o menor influencia según los países, pero que en España ha llevado al Gobierno, tras algún tiempo de dudas y titubeos, a convocar el llamado «Estado de alarma» para poder frenar la expansión de este enemigo invisible que se propaga a toda velocidad afectando a todas las capas de la población y causando más muertes reales que las que en principio los expertos vaticinaban.
Me retrotraigo unos años, casi 30, para contar una historia que a alguno de los lectores de este blog les sonará. Yo estaba abandonando mi empresa de toda la vida tras veinte años de trabajo para incorporarme al departamento de informática de otra empresa de mucho menor tamaño. Éramos unos veinte los que desde varias de las empresas más punteras del país nos habíamos sentido ilusionados para incorporarnos a este departamento en el que ya laboraban unas ochenta personas. La palabra clave era «ilusión» en un nuevo proyecto porque muchos de los que nos incorporábamos, al menos yo, nos cambiábamos de empresa perdiendo dinero, mucho dinero, en este cambio. Los trabajadores se cambian de empresa para mejorar, pero yo elegí mejorar en ilusión, aunque perder en salario.
La incorporación de los veinte «nuevos» al departamento no fue un camino de rosas. Una mala presentación de los directivos como «los que vienen a enseñaros» hizo que los antiguos trabajadores que se dejaban la piel allí montaran en cólera contra los recién llegados, que por todos lados encontraban malas caras y, digamos, poca colaboración en unos comienzos que siempre son difíciles. El ambiente no estaba para bromas.
Pero hete aquí que, en un par de meses, todos, nuevos y antiguos, se vieron afectados por la declaración de que se nos iba a trasladar a una nueva empresa por fusión de varias. Las condiciones en el nuevo puesto de trabajo no eran ni mucho menos satisfactorias sobre todo en cuanto a los horarios se refiere, ya que pasábamos de acabar nuestra jornada diaria de las 15:00 a las 17:30, un verdadero horror para todos. Aprovecho para manifestar que la jornada continuada de 08:00 a 15:00 es la mejor y más productiva por mucho que los abanderados del «estar estando que no trabajando» sigan insistiendo en que los trabajadores se pasen horas y horas en los puestos de trabajo.
En un abrir y cerrar de ojos, la «animadversión» entre nuevos y hallados se esfumó. Había un enemigo común y hubo que hacer una piña para defender nuestros intereses contra el enemigo que atentaba contra nosotros. La unión estuvo servida por la agresión exterior contra todos que disolvió de un plumazo esas pequeñas desavenencias que, tengo que reconocerlo, poco a poco iban remitiendo.
En alguna ocasión anterior, en este blog, he comentado medio en broma, medio en serio, que nos vendría bien que nos invadiera Portugal —mi más sincera admiración por este país y su transformación en los últimos años a la chita callando—. No ha sido Portugal el país que nos ha invadido sino otro más sibilino y oculto, invisible y poderoso, dañino y difícilmente combatible al menos en estos primeros momentos. Las sociedades occidentales que se las dan de avanzadas se demuestran como gigantes con pies de barro, de cristal diría yo, para hacer frente a esta agresión. La movilidad mundial que nos permite estar hoy aquí y dentro de un rato en Milán o en Wuhan también facilita el llevarnos y traernos con nosotros unas miasmas que regalar a nuestros vecinos de avión, autobús, manifestación o trabajo. El regalito circula ya libremente y sin mucho control por la gran mayoría de países del globo, con mayor o menor incidencia en ellos por el momento.
Parece que China, donde se detectó el primer foco hace meses, ha controlado el asunto. No podemos comparar el sistema político de China con el de España a la hora de tomar decisiones, implementar disposiciones y hacerlas cumplir. Las actuaciones que no califico de ninguna manera, ni buenas ni malas, de los diecisiete más dos reyezuelos de taifas que tenemos actualmente en España, han sido de lo más dispar haciendo que, por ejemplo, dos autonomías cerraran sus centros educativos mientras las otras seguían como si nada pasara. Y algo parecido con el sistema sanitario, que al igual que el educativo tiene sus competencias cedidas a esos reinos de taifas en los que cada uno tira por su lado en función de sus reyezuelos.
El enemigo es común y el frente que hay que hacer es común. Mientras Europa sea una comunidad económica y no política, los países y sus habitantes deben actuar todos a una contra el enemigo común. Parece que aquí no estábamos en esa línea y el Gobierno ha tenido que poner, bien es verdad que un poco tarde en mi opinión, todos en fila y bajo una única unidad de actuación. Bueno, al menos lo está intentando porque ayer vimos cómo se llenaba el aparcamiento de La Pedriza como si estuviéramos de vacaciones y en el campo, aglomerados, no nos fuéramos a contaminar. La Semana Santa podría haberse suspendido en Andalucía, pero no en Castilla León y zarandajas por el estilo que no aventuran nada bueno y que demuestran que no podemos ir cada uno por su lado. Algunos reyezuelos que clamaban y despotricaban contra el gobierno ahora piden ayuda. Ya no dicen que les roba, sino que les ayude.
El tema da y va a seguir dando mucho. Lo que se oye en las redes o en los medios es demasiada «mala baba» de unos contra otros, perdiendo un tiempo y unas energías preciosas en ponernos todos a remar en la misma dirección y contra el frente común que no entiende de ideologías ni de consignas políticas. Situaciones graves como estas son una demostración de que ciertos sectores claves —menos mal que el ejército no lo está— no deberían estar en manos «privadas» o de «reyezuelos».
El problema es que esto pasará, pero como ya ha ocurrido numerosas veces en la historia, no aprenderemos la lección. Hacen falta recursos creativos y emplear las posibilidades que nos brinda la tecnología actual para sentar las bases realistas que nos puedan ayudar en un futuro con situaciones como esta o similares. Pero tardaremos mucho en recuperar la normalidad en todos los ámbitos —económico, educativo, sanitario…— y debería ser entonces, cuando todo esté tranquilo, cuando de una manera pausada y con cabeza se deberían implementar todas esas cosas que oímos ahora como teletrabajo, clases a distancia y similares. Cuando el país está, como decía mi abuela, «patas arriba», no es momento de implementar soluciones de pan para hoy y hambre para mañana.