El
apechusque que puede verse en la parte superior de la imagen llegó a nuestras
vidas, a las de unos más y a las de otros menos, en 1980, hace ya cuarenta
años. La informática que hasta entonces solo podían usar grandes empresas se
acercaba a los hogares, si bien su alto coste en aquellos momentos, un millón
de pesetas, lo hacía prácticamente inviable salvo para afortunados que pudieran
gastarse esa cantidad exorbitada para la época. Las bases estaban sentadas y al
poco tiempo aparecieron los primeros ordenadores caseros, algunos de ellos en la parte inferior de la imagen, que permitieron a
muchas personas iniciarse por afición o profesionalmente en el mundillo de la
informática y la programación, muy básica en aquellos tiempos, pero de un valor
incalculable para iniciar el camino.
Todo
aquello ha evolucionado y muchas personas llevan en su mano teléfonos
inteligentes que superan en potencia y capacidad a aquellos
archiperres-armatostes. Podríamos decir que, desde hace pocos años, casi todos
los hogares del mundo denominado occidental cuentan con uno o más ordenadores
para realizar las más variadas tareas, desde el ocio a lo profesional.
En
estos días de confinamiento en los hogares por mor del coronavirus SARs-COV-2, los ordenadores en cualquiera de sus formas —fijos, portátiles,
tabletas o teléfonos inteligentes— se están convirtiendo en instrumentos
vitales para llevar este enclaustramiento con mejores posibilidades de seguir
realizando actividades bien laborales bien placenteras.
Pero
no a todas las personas les ha pillado esta sorpresa con las suficientes
habilidades desarrolladas para enfrentarse a estas «máquinas del demonio» para
algunos, especialmente las personas mayores. Y aprender deprisa y corriendo a
manejarlos no es una buena idea. Por otro lado, una frase del psicólogo norteamericano
Roger Schank: «El aprendizaje ocurre
cuando alguien quiere aprender, no
cuando alguien quiere enseñar». Aprender, ahora, por necesidad, está muy bien,
pero será mucho más costoso y frustrante.
Un
ejemplo extremo lo presentan mi madre y mi suegra, ambas confinadas, una en su
habitación de una residencia y otra en su casa. Utilizo el calificativo de
extremo por las edades de ambas, 92 y 93 años respectivamente. Mi madre nunca
ha tenido interés por acercarse a un ordenador o algo que se le parezca; maneja
un teléfono móvil simple, —llamar y responder— con algunas dificultades. Por el
contrario, mi suegra siempre ha querido estar al día y maneja la tableta o el
teléfono inteligente con bastante soltura en cuanto a estar en contacto con sus
familiares a través del wasap o videoconferencias además de las clásicas
llamadas. Resulta evidente que el mal trago del confinamiento está siendo
bastante diferente a una y a otra en cuanto a las posibilidades de comunicación se refiere.
Otro
ejemplo no tan extremo está en experiencia propia. Llevo leyendo libros en
formato digital desde hace más de diez años. La reclusión en casa no ha
afectado a esta afición ni un ápice. Las personas que no han querido ni
siquiera acercarse a esta modalidad de lectura porque ellos «son del papel», sí
se han visto afectadas, porque las bibliotecas están cerradas, los amigos no
nos pueden prestar libros tan fácilmente —aunque podemos coincidir en la cola
del supermercado— y las compras por internet a las librerías pueden suponer
también una novedad para muchas personas acostumbradas a acercarse
personalmente.
En los últimos años he escuchado con demasiada
frecuencia en las personas de una cierta edad eso de que no quieren saber nada
de la informática y los ordenadores. Algunos en mayor o menor medida los utilizan,
pero con los conocimientos justitos porque consideran una pérdida de tiempo el
meterse a conocer un poco más y sacar más rendimiento a estas máquinas que
están siendo de una importancia vital en estos días. Estudiantes que reciben
sus clases a través de videoconferencias, no solo las clásicas escolares o
universitarias, sino de música o Pilates, cuando no pueden seguir manteniendo
sus visitas a profesionales como psicólogos con una cierta normalidad. Mi
contestación a aquellos que voluntariamente renuncian a asomarse a la ventana
al mundo que supone una pantalla es muy sencilla y escueta: «Tú te lo pierdes».
En
condiciones normales podemos ir a la oficina bancaria y tragarnos la cola para
hacer una transferencia o podemos hacerla desde casa con las aplicaciones
bancarias informáticas. En condiciones normales podemos ir a la oficina de
Hacienda a que nos confeccionen nuestra declaración, o podemos hacerla desde
casa con nuestro Certificado Digital. Ahora…
Este
confinamiento está suponiendo un acelerón descomunal —cualitativo y
cuantitativo— en el uso de la informática y las comunicaciones. La actitud de
muchas personas en cuanto a la tecnología está cambiando a marchas forzadas
tratando de adquirir o mejorar sus competencias digitales. Todo cambio conlleva
una oportunidad de explorar nuevas vías y en mayor medida si es brusco como el
actual y nos obliga sí o sí sin las alternativas a las que estamos
acostumbrados y que van procrastinando nuestro deseo de mejorar nuestras habilidades.
Cuando
todo esto pase deberíamos —maldito uso del condicional— aprender algo y
modificar nuestros planteamientos, no solo a nivel personal sino también
social. ¿Pudiera ser posible que los estudiantes accedieran a los campus dos
días por semana y recibieran los otros
tres por medios telemáticos? ¿Podría más gente tele trabajar algún día y
ahorrar desplazamientos, consumos energéticos y atascos? Quizá sí, pero esto
supondría un reajuste en otros ámbitos que habría que manejar con cuidado.
Lo
que sí que me queda claro es que todos, en mayor o menor medida, estamos más
digitalizados que hace un mes cuando todo esto empezó y, lo que es más
importante, la actitud de muchos hacia la tecnología no será la misma.